martes, 6 de octubre de 2009

Tres noches

Disculpas a todos mis lectores (Que espero no me hayan abandonado, lo siento en verdad, chicos...) por tanto retraso, pero por lo menos creo haber vuelto con algo bien escrito. Este relato me ha dejado bastante satisfecho. espero les guste:



Tres noches















Cuando comencé a escribir este testamento, aún algo de vana esperanza anidaba, parásitamente en mi interior. A medida que he ido desglosando lo mucho que ha pasado en estas tres noches, estas tres últimas noches, siento que esta luz que entra por la ventana a mis espaldas, la luz crepuscular, guarda algo a lo que debí temerle desde el principio. Aún antes de que pasara toda esta tragedia. Quizá así mi vida no tendría que acabar.
Yo fui designada como una de las enfermeras del pabellón de terminales en este hospital. Eso fue hace mucho, mucho tiempo. O tal vez no. Los recuerdos que tengo de antes de la guerra no importan en demasía, después de todo. Bien podría decir que he estado aquí siempre.
Y si bien la miseria y el dolor siempre me habían acompañado, algo en lo más profundo de mí me hacía sonreír frente a las almas de los que trataba. Ellos, a quienes yo consideraba mucho más que mis pacientes, eran gente que tiene un pie ya en la tumba y sólo basta un ligero empujón del destino para que se abalancen hacia los designios de aquello que nos es desconocido.
Yo los veía, diariamente, de la misma forma que ahora veo este fulgor crepuscular. Algo hay de falaz en ambos, pues esta ya no es luz de verdad, sino es casi oscuridad. Un engaño, un remedo de noche apenas.
Y como tal, ellos no tenían sino un remedo de vida, pendiendo ante una muerte que ya estaba allí, sonriente en la lobreguez de nuestros pasillos cada día más vacíos.
Pero… ¡qué alegres que eran! Antes de ellos siempre había creído que la alegría de los que están a punto de morir no era más que una vana e hipócrita manera de que la muerte no destruya también lo que tiene delante, sino que sea sólo un manto, bienvenido en algún momento.
Y su buen humor no desaparecía, ni siquiera en los sombríos primeros días de los bombardeos. Fue en ese entonces cuando las cosas comenzaron a ir mal. Nuestro hospital, en un principio se convirtió en un pestilente nosocomio. Enorme parte de los heridos de guerra, ex combatientes, demás escoria, fueron relegados con nosotros. Incluso yo tuve que ir con ellos.
Los atendía con una enorme repugnancia. Incluso hoy me causa escalofríos. No podía, no puedo concebir que estuviera curando, salvándole la vida a alguien que se la hubiese quitado a otras personas. Para mí, en esa guerra, eran todos culpables.
Debió ser por eso que me sentí tan liberada cuando se ordenó la evacuación general. Nuestra antigua ciudad, sumida en ese hoyo entre montañas, ya no era más que un campo de escombros y cadáveres que alcanzaba hasta donde llegara la vista. Hacía un tiempo que las autoridades estaban evacuando a los pacientes. Pocos quedaban ya. Con los heridos de guerra, la cosa fue pragmática y simple como ellos solos. Una orden del Estado Mayor, y al día siguiente un montón de caravanas huyeron rápidamente, llevándose a toda esa gente asquerosa.
Ahí fue cuando caí en cuenta de lo que pasó. Los pacientes se habían ido. Los heridos también. Todos, todos ellos, pero los que estaban en mi sala, los que aún no habían muerto, seguían allí.
Toda esa tarde lenta la pasamos juntos. Administré un par de calmantes, algo más de medicación, la que nos habían dejado, y juntos nos preparamos para ver pasando los días, en esa isla de soledad donde habíamos quedado abandonados por la gente que olvidó a quienes ya estaban muriendo
Y lo digo porque en ningún momento pensé en abandonarlos. Ellos eran todo mi mundo, más incluso cuando ya nada quedó en el exterior devastado. Salimos un par de veces con algunos de ellos, pero el aire blanquecino repleto de ceniza y los escombros en llamas no hicieron otra cosa que deprimirlos. Creo que éramos como unos diez en ese entonces. He perdido la cuenta de cuánto tiempo pasó desde esa última vez que salimos de las paredes del hospital, pero algo sí he notado, y es que con cada día que pasa, el frío se hace más y más impenetrable.
Está atravesando mi carne corpórea, en este preciso momento, cuando comienzo a recordar como comenzó el final…
No puedo estar completamente segura de que haya comenzado hace tres noches. Lo único que sé es que la luz en el exterior ha dejado de brillar tres veces ya, y ahora se aproxima la cuarta.
El crepúsculo en el que comenzó todo era muy extraño. Poco de natural tenía que no sólo fuese violáceo o naranja. Se me antojó, un poco morbosamente, que ese anochecer era rojo como la sangre, e incluso creo haber sentido un poco del aroma de la misma pendiendo desde lo alto, como si el sol moribundo me ciñese ese estigma.
Y durante toda esa noche yo tuve un continuo sueño, una pesadilla que mucho tenía que ver con aquel anochecer sangriento.
Me veía a mi misma, caminando en un recodo de rocallosa negruzca, surcado por dos senderos flácidos y apenas físicos. El uno estaba a un lado, y creo, sin ser demasiado aventurada, poder decir que se trataba de un río hecho de restos de entrañas. Sin embargo, no me causaba desconsuelo ni repugnancia el tenerlo junto a mí. Era casi un alivio, de hecho, pues todo sobre mí existía tan sólo otro curso similar, pero de una oscuridad inescrutable. Seguí y seguí esa ruta, un buen tiempo, resoplando de a poco, casi sin agotamiento. Deseaba cada vez más llegar hasta el límite de ese camino. No lo sabía bien, pero algo me llamaba con fuerza hacia delante. No podía evitarlo. Mi ansiedad crecía y crecía con cada paso.
Cuando hube avanzado un tiempo demasiado largo, un tiempo que sólo podía existir en sueños, el camino se interrumpió de repente. La rocallosa cedió ante el río que iba formando un delta, y de pronto, todo frente a mí fue ese mismo miasma rojo. Sólo allí sentí en verdad terror ante mi condición. ¿Era eso lo que había estado buscando tanto?
Tuve un impulso imperioso de volver atrás y escapar, pero cuando traté, mis piernas sintieron un dolor espantoso. Miré hacia abajo y mi cordura fue puesta a prueba en un instante perdido de mi pesadilla.
Mis piernas estaban entrelazadas con la roca, ninguna al tiempo, ninguna separada de la otra.
¡Por todos los dioses! Aún ahora evoco el momento con miedo, pues si llegara un sueño, después de mi muerte, creo que sería ese mismo, eternamente.
El frío de la roca perpetró el contenido más íntimo de mi ser, y entonces, sólo entonces pude despertar.

Aún antes de que abriese mis ojos, un sonido familiar se dirigió hacia mí sutilmente. Abrí los párpados aún temerosa, y me encontré con que quien estaba llorando era Miguel, el que sufría cáncer pulmonar. Su voz pastosa me dijo a poco de despertar que debía acompañarlo a la sala de los pacientes.
Estaban todos en el pasillo. Todos y cada uno, y sus rostros contraídos ya no reflejaban la alegría de otros días, sino una sensación confusa de terror e intriga. No quise preguntarle nada, sino que me dirigí decididamente a la puerta. No podría haber pasado nada más, al cabo. Tan sólo que alguno de ellos hubiese muerto. ¿Qué más podríamos hacer? Habría que darle sepultura.
¿Sepultura? La palabra quedó colgando libremente, sin poder escapar de mis labios. La escena se hizo más macabra a medida que iba dándome cuenta de lo irónico de la situación
El ventanal que daba al exterior se hallaba inundado de una luz muy especial. Nunca comprenderé cómo pudo ser tan blanca, tan etérea. Tampoco cómo pudo estar en el mismo marco visual en el que estaba esos cuerpos desmembrados al azar.
Por suerte esa luz creaba un efecto de sombra profundo, donde no se veía a cabalidad todo lo que estaba esparcido por aquí y allá. Sólo el olor y un poco de imaginación morbosa hacían que una pudiese deducir en que posición habían quedado esos desdichados.
Del resto del día sólo conservo unos pocos fragmentos dispersos en mi memoria. Vagas imágenes de una caravana de nosotros llevando, una y otra vez, los pedazos hacia el exterior, reuniendo escombros entre escalofríos, terror y tristeza, mucha tristeza.
Y luego vino lo peor, durante todo lo que quedaba de la luz tibia de la tarde, mientras limpiaba lo que quedaba de entrañas dispersas por el suelo de la habitación abandonada.
Dos de ellos me acompañaban. Dos de los que quedaban. Ellos eran nueve junto a mí. Cuatro de ellos habían muerto. Cuatro pedazos de cráneos, cuatro pares de ojos reuní en las bolsas negras para llevarlas bajo las cenizas y los escombros del purgatorio en medio del cual vivíamos.
En el mutismo del recorrer del estropajo por el suelo, la espuma del agua y el escalofriante rechinar acuoso de lo que ya empezaba a secarse en coágulos más grandes, nos preguntamos, casi callados, qué había sucedido. Y aunque mis recuerdos hoy son fragmentarios y anodinos, en ése momento surgieron más claros. Había visto algo, la tarde anterior, antes del crepúsculo rojo.
Había visto a alguien más, pululando por fuera nuestro hospital, nuestro querido y a la vez odiado hospital.
Tenía ante mí la engañosa imagen de algunos forasteros caminando entre las ruinas, mirando con timidez o terror, o ambas.
Y recordando los rostros de esa gente, por vez primera sentí ese odio lacerante, quemándome por dentro, con un dolor que el de la sangrienta pesadilla envidiaría.
Los dos que habían salido conmigo iban a volver, empero, a aquello que estaba tras los grises muros de nuestro hogar, aunque después de esa bocanada de aire ellos no deseaban su regreso. Creo que fue mi mirada, en la cual aún permanecía la rabia, lo que los contuvo de insistir. Yo era la única que estaría allí fuera para cuando el crepúsculo dejara oscuridad en todo de nuevo.
No recorrí tanto como hubiese deseado hasta que el sol comenzó a huir. Algo había de agotador en la imagen de los escombros rodeándome, como si entre todos intentasen apartarme de mi conciencia. Por más que lo intenté, no pude evitar relacionar la imagen de la tierra removida y estallada, vacía y carente de toda existencia; no pude obviar la comparación con el paraje que tuve que visitar en mi pesadilla.
Peor aún fue cuando la luz comenzó a ceder. Las sombras adquirieron, poco a poco, unas formas caleidoscópicas que recordaban mucho a los cursos y meandros que dejaba el río de sangre de mi sueño.
No podría precisar bien en qué momento comenzaron a fallar mis piernas, pero lo que sí se´, a ciencia cierta, es que dos cosas más importantes ocurrieron en ese momento.
Y es que, en mi agotamiento, no pude seguir adelante y me senté sobre un promontorio ligero, donde los escombros no formaban aristas tan afilados como en otros sitios.
Suspiré, tan sólo una vez, y entonces vi aquella luz que provenía confusa desde el sol muriendo, y mi instinto me susurró que no estaba sola.
Bruscamente, con el corazón detenido, di vuelta mi rostro.
Un rostro confuso, quizá de una persona.
Un resplandor blanco y perfecto.
Y una oscuridad fuera del mundo lleno de ceniza y muerte.
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Cuando desperté, lo primero que pude sentir, pues no veía nada, sumida como estaba en una helada penumbra, fueron los colgajos trémulos de mi vestido. Me palpé lentamente, y sentí algo reseco en mi rostro, en mis hombros. Mis dedos dolían espantosamente. Casi no podía moverlos, pero luego de intentar ponerme de pie noté que ese dolor era lo de menos. Forzosamente, tuve que descansar. La pared en la que estaba apoyada estaba helada, y su misma rigidez lastimaba mi espalda, pero el dolor de mis piernas era mucho peor.
Cuando pasó un tiempo, de un rectángulo, no muy lejos, brotó una luminiscencia de un tinte cuasi místico, tanto porque junto a ella iba recuperando mis fuerzas, como porque iba dejándome ver algo acerca del sitio donde estaba.
Así vi los restos marchitos de una planta, cerca de mí, y un poco más allá algunos papeles revueltos en un suelo que exhalaba un vaho frío sin parecer que le importase.
Recorrí este cuarto, que en efecto era el lobby del hospital, con un dolor creciendo en mi pecho, y una sensación hueca señalándome de a poco que no respiraba como se debe.
Mi única guía fue un sonido que llegó a mí como el acorde de una canción fúnebre.
Nunca antes los pasillos de este lugar tan querido habían sido para mi sitial tan tenebroso, como ese amanecer largo, conmigo corriendo como podía, tratando de llegar al sitio de donde provenían esos sollozos.
Debe ser difícil de comprender la sensación que me embargó cuando llegué a escuchar los sollozos delante de mí. Yo creo que es más difícil entender cómo pude conservar la cordura, si es que aún tengo algo de ella. Lo dudo, pues entiendo bien lo que significaba la posición de los cuerpos que estaban dispuestos en el sitio, con los miembros descoyuntados hacia varios lados, las entrañas esparcidas, y los ojos en blanco, rezumando el olor y la sensación que daba la muerte de los dos que me habían acompañado al sepulcro.
Fui acercándome con paso dudoso. Uno de ellos pendía del techo, con los brazos estirados, totalmente descoyuntados. Lo palpé un poco, intentando, de una forma demencialmente banal, sentir pulso de esos restos macabros. Sólo comprendí lo falaz de mi intento cuando observé el torso del hombre, y cómo unas pocas vísceras destrozadas se diseminaban cual torrente rojizo e informe.
Creo que, después de todo, ya no me quedaban lágrimas para derramar. Además, estaba esa sensación. Mi cuerpo intentó lanzar un sollozo, pero mis pulmones restallaron rabiosos. Algo de sangre manchó la comisura de mis labios, y sólo entonces, volteé un poco, y miré hacia el mamparo de luz que se dibujaba por la ventana que estaba ante mí. La sala entera estaba repleta de objetos esparcidos en un frenesí caótico inexplicable. Poco de ello pude ver, empero, pues cuando mi mirada se topó con la de los dos últimos supervivientes, el horror me dejó clavada en su sitio, ya que yo reflejé la mirada llena de pánico que inundó a los dos, que miraban hacia la ventana a mis espaldas. Giré y traté de ver algo, pero justo en ese momento ellos dos lanzaron un aullido inhumano y salieron despedidos, corriendo, huyendo de algo que seguía allí, y que podía estar cerca. ¿Qué podría haber hecho? Tan sólo me tapé los oídos, y fui corriendo tras ellos. Por lo menos quería dejar de escuchar sus gritos de horror. Por lo menos quería dejar de oír esa pesadilla.
Los pasillos corrían ante mí como la sucesión de las diabólicas imágenes de mis sueños. Fue entonces, entre toda la agitación, que otras heridas, que no había percibido, se reabrieron en mí. Mi frente derramó un torrente sobre mis ojos, haciendo que mi visión se tornase en algo rojizo y confuso. Tan sólo había un ósculo visible ante mí, desde donde veía a mis dos pacientes, los cuales de tanto en tanto miraban hacia atrás y gritaban con miedo renovado y seguían escapando. Así fue que llegamos hasta el lobby, el sitio de mi despertar.
Fue todo en conjunto, la sangre sobre mis ojos, mis oídos tapados, el miedo mismo, y el dolor en todo mi cuerpo, lo que me hicieron vacilar, y finalmente tropezar. Caí de bruces sobre el suelo frío y blanquecino, y así, no pude seguir más a ellos dos, que escaparon finalmente del hospital donde, ya había asumido yo, iba a morir.
De a poco fui incorporándome. Sólo entonces pude pensar un poco más. Comprendí que ellos dos fuera estarían más expuestos. Si algo estaría en el edificio podría ir y atraparlos allá entre los escombros también. Me necesitaban. Así fue que volví a ignorar mis heridas y empuñé un pesado cuchillo que reposaba, manchado totalmente de rojo, cerca del sitio donde desperté.
Ignoré el vago sentimiento de familiaridad que me embargó en ese inmediato, y tan sólo traspasé las puertas y también llegué al exterior.
¿Quién podría decirme si alguien no hubiese sentido lástima de mi enjuta figura, que atravesaba los escombros renqueando, derramando gruesas gotas de sangre., intentando llamar a mis pacientes con voz cascada y que sonaba a corrupción?
Caminé un buen trecho hasta comprender que ya los había perdido. El dolor comenzó a regresar, y yo ya no tenía fuerzas para contenerlo. Tuve que sentarme en ese sitio familiar. En un principio no lo noté, pero a pesar de carecer de las sombras ondulantes y el ambiente de frígida oscuridad, ése era el sitio donde había perdido la conciencia la noche anterior.
Sólo pude notarlo cuando la misma sensación de terror helado vino a mí, al voltearme atrás.
Era ese rostro confuso, quizá de una persona.
El mío.
Tomé el espejo con aterida delicadeza. Mi imagen iba más allá de lo lamentable. Con él en la mano comencé la ruta de nuevo hacia el hospital, mientras algunos recuerdos, como retazos que iban recomponiéndose volvían a mí, con cada paso.
La misma caminata, sumida en las sombras.
Luego sólo oscuridad. Luego un aterrador coro de imágenes salvajes, de matices bermellón, salpicando mi conciencia. Un par de rostros aterrorizados, los mismos que veía mientras los supervivientes escapaban del hospital, sólo que estos tomaban lo que tenían consigo, y gritando, se defendían de mis intentos por desmenuzar sus entrañas.

Dejé pasar todo ese día mientras limpiaba el cuarto donde habían vivido ellos. Yo sola tuve que llevar los cuerpos de mis antiguos pacientes, en un inútil intento de enmendar algo por lo que ya no podía ni siquiera llorar.
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Cuando comenzó a llegar el crepúsculo me puse a escribir estas líneas. He estado intentando
Al hacerlo estoy intentando comprender en qué momento los llegué a odiar, o, si no ha sido así, el porqué tuve que sesgar sus vidas. Quisiera entenderlo. Quisiera entender porqué existe esa luz, que ahora comienza a llegar de nuevo.
¿Ahora cada anochecer será así?
Aún están vivos dos de ellos, allá en el exterior. ¿Habrá sido eso? Puede ser que en mi interior haya odiado sus intentos por abandonar el lugar donde estuvimos juntos y fuimos felices.

De ser así, es menester que éste sea un testamento. Espero que el que lo encuentre también me dé sepultura, pues a pesar de todos mis actos, aún creo merecer descansar junto a ellos.
Vaya, una lágrima…
Los quiero todavía. Por eso no quiero imaginar lo que pasará si vuelvo a esa pesadilla. No quiero despertar entre los escombros y tenerlos a ellos dos destrozados junto a mí.
Yo ya no iré junto a ellos. No puedo ser libre.
Estas son mis últimas líneas. Espero que lo comprendan, si un día las pudiesen leer.
Yo los quiero todavía…

8 comentarios:

Rafaela Rada Herrera dijo...

aún no lo termino de leeer...pero, te pongo comentario antes XD

Anónimo dijo...

Primero, es grandioso volverte a tener por acá, mi estimado camarada.

Ahora, con respecto al relato, debo decir que es asombroso. Yo la verdad esperaba otro final, uno en el que la guerra jugaba un papel mucho más relevante para aquellas almas abandonadas; pero con este me has sorprendido en gran medida.

Espero volver a leerte pronto, y recuerda aquél favor que te había pedido. ;)

Saludos.

Corven Icenail dijo...

A.M.A., muchacho, me dejas con la verguenza carcomiéndome.... y con el agradecimiento corroborando tal sentimiento, pues... pronto, camarada, pronto!
Ah, y suerte en Kreator y Exodus!

Hermosa Musette, ojalá yo pudiese aún comentaren tu blog, pero bueh...

Marcelo Carter dijo...

Muy bueno, Corven tal como te lo dije en el foro, eres único en tu especie jijij

saludines.

Magg Magia dijo...

Buenas Sr Corven! gracias por pasar por mi espacio =)
no se que tan bueno o que tan malo es que te hayas identificado con el ultimo de mis post... espero que puedas sacar el provecho de el... a veces las cosas que escribo son instantáneas de situaciones del momento.. y ese fue uno...
aunque las cosas, porque todo es un ciclo y porque debe existir ese equilibrio, todo vuelve a estar bien =)

Un gustazo eh! Beso!!
Hasta luego :)

Anónimo dijo...

aaah que tristeza y desazon despues de leer, en fin, me acorde del Paciente ingles, por ese espiritu de scarificio de quedarse con su enfermo...
un abazo corven y bueno verte de vuelta
besos

Corven Icenail dijo...

En principio, siempre es reconfortante ver que mis fieles lectores no abandonan mis escasas apariciones, y más aún el saber que se toman su tiempo para leer mis desaveniencias con el mundo de esperanzas falsas.

Bueh, al grano:

Carter, creo que es bueno para el mundo que sea único, jejeje,... no, bormeo, gracias!

Magunchi, eso de mi identificación aún no podría definirlo perfectamente. Mi cabeza ha estdo demasiado revuelta estos días...

Bitter, amiga mía, me pregunto cómo le haces paera no perderme el rastro... creo que definitivamente eres de las comprobaciones más grandes que puede haber de que mi trabajo le gusta a alguien con criterio. Gracias, como siempre ha sido, gracias!

Miguel Lundin Peredo dijo...

Muy buen relato,Corven,espero que pronto publiques una nueva novela.