lunes, 26 de diciembre de 2011

La casa de los vientos




El viento susurró un poco, como la tos de un moribundo. Algunas de las ventanas dejaron pasar cogitado ese aliento, y la carcomida mampostería de la primera puerta que había visto también se quejó. No en vano el horror que sobrevino luego del primer momento de extrañeza me había dejado sensible a cualquier sonido anómalo que pudiese captar. Sólo que, claro, ya demasiado en el panorama que tenía ante mí era extravagante por fuerza propia. Cuánto deseé que ese delirante conductor no hubiese seguido adelante con su destartalado micro azulado. Igual él se mostraba asustado, pero no le di importancia a su mirada vidriosa, a las palabras borboteantes que pronunció, a modo de advertencia.
“Nadie ya se ve salir de ese pueblo, señorita…”
“Algo dicen que pasa, no sé, no me voy a acercar mucho”
Como mucho, pensé, observando las parduzcas y malolientes paredes, creí que el viejo se refería a jovenzuelos rapaces, tal vez simplemente algún niñato de mejillas raspadas haciendo gestos obscenos o colgándose de la parte trasera de su vehículo.
Algún grupo de ebrios deambulando perdidos.
No esto.
Otras paredes podridas hacían una muralla espantosa. Por enésima vez, intenté convencerme que esas manchas no eran sangre coagulada. Que no había una lúgubre vastedad en ellas. Inútil. Mi cerebro no daba abasto a semejantes embates. Ya había transcurrido más de medio día, y la luz comenzaba a oscilar generando sombras como siluetas fantasmales. Más de seis horas y aún no encontraba un solo paso seguro, una sola puerta abierta, un recodo. Incluso esos ventanales, que a pesar de todo estaban fuera de mi alcance mostraban unos hostiles maderos entrelazados no con porfía desmañada. Y ninguna voz, ninguna presencia. Ni siquiera otro vehículo más por el camino que yo había llegado, donde el viento serpenteaba incluso más rabioso. Encontré, cuando la luz amarillentaba, un pequeño descanso formado por unas gradas saliendo de una de las paredes y conduciendo largamente a un portón ligeramente mayor que el resto. Allí se reunían más sombras de lo que yo pudiese haber imaginado. El resto del mundo estaba pintado en un lienzo amarillento pálido, con ligeras oscilaciones flamígeras, el sol moribundo. Allí, en una formación geométrica, la negrura era absoluta. Como si todas las sombras estuvieran reunidas, sobrepuestas. El portón sería de una madera tan vieja como el resto, pero más apestosa, y más oscura. No me era posible calcular su altura. Intenté iluminar esa elevación con la linterna de mi celular, pero desistí rápidamente. Sólo eran manchas de sangre-lo entendía- y mi batería podría ser más útil luego. La noche se acercaba y sentado en el sexto escalón de esa escalera, estaba asumiendo que esa pared se extendía hasta un punto infinito del horizonte. Había venido a visitar mi pueblo natal después de tantos años, y me topaba con un cambio como éste. Y yo que tan sólo quería ver a mi padre que estaba, según decía la carta de mi madre, en sus últimos días.
Un papel jugueteó con el viento, haciendo un rizo hechizado y fue a caer a mis pies. Mi mano tembló al contacto del aire frío, pero lo sostuve con firmeza.
Nada, nada más que borrones. El periódico parecía antiguo como la existencia, pero no contaba con ninguna seña identificadora. Todos los artículos habían sido borrados con saña, dejando otras tantas manchas rojas como un perverso marcador. Había una foto en la primera página, pero ya no se podía discernir si quien estaba allí era un hombre o una mujer, su edad, nada.
Suspiré, dejando ir el retazo de papel lastimero. Al instante, una algarabía se apoderó del viento y pronto se colmó de la danza de cientos de papeles similares al primero. Volaron junto con las últimas esquirlas de luz, produciendo un carnaval bullicioso, hecho de sombras y de sonidos como aullidos. En ese momento debí comenzar a quedarme dormida, llevada por el dulce ronroneo de los papeles cayendo al suelo con un viento que se calmaba con parsimonia. Algún tintineo dejó escapar la noche. Alguien la desató. Maldita, maldita noche.
Si el aullido que colmó todo se hizo mi universo, estaba infecta yo también. Tanto silencio me había hecho demasiado sensible, o el lugar, o lo que fuera, pero el sueño fue exiguo y vano, como si ni siquiera se hubiese efectuado. Cerrar los ojos y que todo fuese negro alrededor, todo fue uno. El viento estaba ululando, y algo en él sonaba como un chillido de dolor, que exigía esa respuesta, llorosa, aplacada, por parte mía. Era como si mi alma estuviese llorando de pánico. Lo peor era no estar plenamente consciente de haber despertado. Mis manos treparon, feroces como garras y mi cuerpo se abalanzó hacia la oscuridad más profunda, como si ésta me prometiera un silencio que el resto, manchado de sangre me privaba. De niña mis padres me habían dicho siempre que la sombra estaba para protegerme. Para comprobar que seguía con vida, que mi alma estaba conmigo. Ahora entendía un poco más. Esa sombra absoluta era una comprobación de que el mundo existía. Mis manos empujaron y ésta se deshizo en miles de conflagraciones de luces enmohecidas y enfermas, bailoteando gimoteantes. Y entonces el viento quedó allí atrás y mi sueño esta vez, se hizo de verdad. Un círculo en la lejanía, podía ser una pared, un techo o un suelo, quién sabría en esa ceguera universal, dejaba huir una brillantez huidiza. Rojiza, casi fulgurante en su patético toque. Dormí mientras la entreveía y trataba de imaginar el mundo de fuera, convenciéndome de que seguía existiendo.


El primer despertar real vino antecedido por una reacción sistemática de mis sentidos. Mi tacto percibió a través de dedos agarrotados el toque áspero del suelo astillado. Mi olfato se saturó de humedad, lo mismo que mi gusto, además de un sabor repugnante a metal, a óxido. Escuché mi respirar primero, mis huesos retorciéndose unos con otros, torciendo mis tendones para brindar nuevo movimiento a mi cuerpo. Y entonces mis pestañas se apartaron.
Alguna vez papá me dijo que mis pestañas eran como negras hojas deshilachadas cubriendo una joya. No sé si mis ojos grises serán algún tipo de alhaja pero jamás los había apreciado tanto. Era una pared, donde reposaba el fulgor rojizo que ahora iba dando paso, paulatinamente a uno gris, más llevadero para mi cordura. El cuarto en sí, en toda su inmensidad tenía algo de grisáceo, de apagado también. Era como si una nevada invisible se hubiera cernido sobre aquellos objetos desparramados. El machihembre soportaba demasiado más de lo coherente. Tal vez por eso, luego de ver el primer montón, sopesé mis pasos como si fueran toques fúnebres.
La madera se retorcía. El aullido apenas si me dejaba ver, un montón de mesas dispersas hasta una vista semejante a un horizonte, en una bóveda de una altura de unos seis metros. Eran barrocas, cada una por su lado y de una forma distinta. Eran tantas, que formaban un océano de madera blanquecina. El viento estaba muerto, tan muerto que la fina capa de polvo sobre el todo de allí dentro parecía impenetrable.
Un teléfono quebrado, un cuadro con un retrato pintarrajeado. Un montón de tizas, roldanas, algunos clavos.
Velas rotas, tijeras, una silla destripada, el cuerpo de una muñeca. Una esfera brillante.
Otro dejo de luz, la ventana circular no era la única. Más cristal roto. Pedazos de plástico. Botellas.
La batahola visual que representaban todas esas formas era como el oleaje en el mar blanquecino de las mesas. Escuché el traidor y sibilino viento del exterior tan sólo un poco y entonces crucé unos metros, desde el sitio donde había despertado, hacia un hueco practicado con brutalidad en la pared.
No. No había ninguna ruta. La ventana miraba hacia el mismo páramo infinito donde había padecido antes de caer dormida mecida por el infierno de Eolo. De pronto se me hizo infinitamente más ominosa la pared elevadísima que, ahora entendía, tenía a mis espaldas como una muralla. Una cruel certeza apretujó mi corazón.
Recorrí una distancia apreciable, esquivando los objetos que estaban sobre las mesas, como si fueran ponzoñosos. Me topé a otra ventana, circular, hechizada. Otra marisma de nada. Las plantas salvajes allá fuera se mecían en silencio. Maldita burla del mundo, maldito recodo de la existencia. Estaba entendiendo que la carretera también había desaparecido, cuando algo golpeó el sitio en su totalidad. Sentí un estremecimiento sísmico y un poco de mi conciencia se resintió allí, neuronalmente. Pensé que estaba allí como un gato que nadie comprende si está o no vivo. No era ningún orgullo pertenecer a una alegoría de la mecánica cuántica, pero al menos mientras caminaba un poco más tranquilamente, absorbiendo los gajos de luz mortecina y fría, pensé que cuando menos mi situación tildaba de interesante.
Luego entreví cómo se dibujaba el horizonte. Un simple cálculo me reveló que estaría a unos cincuenta, quizá más metros de la superficie del mundo real. Salir por esos ojos despiadados era imposible.
No pensé en el hecho de que no sentía hambre.
Hasta pensé un poco más, en la metáfora que una vez capté, siendo niña.
Que los ojos no hacen más que proyectar una imagen al exterior. Que éste no existe. La realidad es tan sólo como nuestro cerebro se encapricha por ver.
Pero al haber otras personas en el mundo, mi apreciación filosófica caía por fuerza propia. ¿Sería de la misma manera de no existir nadie más en el mundo?
No había ningún rostro entre todos los objetos tirados en esa habitación infinita. En esa casa que hacía un universo, estaba un hierro quebrado. Algunos cables lanzados al azar. Un florero. Varias reglas y escuadras. Maniquíes inútiles que miraban hacia ningún lado con sólo las manos.
Alcanzaría a mis padres al término de todo, quizá.
¿Estaban muertos?
El horizonte siguió en el mismo lugar, pero comenzó a hacerse más y más difuso con brusquedad. Pronto su línea se tiñó de sangre.
Entonces el viento regresó. Observé los pajonales estremecerse y luego desdibujar una oleada demencial, mezcla de palidez cadavérica y oscuridad de pozo. Allí comprendí que tendría que escapar. No tenía, no, era menester que no entendiese. Que esos ojos observasen, que lo hicieran, no era mi problema. Podían crear ese mundo a su antojo, por su soledad, por mi soledad, por…
No, no necesito pensarlo. Tan sólo debo correr, un poco, un poco más allá. El piso chilla pero el viento me está alcanzando. No debe alcanzarme, no debo sentir su rugir. El viento viene y las paredes de esta casa infinita rebotan su sonido, lo hacen una cacofonía discordante, mitad armonía, mitad melodía, síncopa rota, medios tonos agonizantes. Allí están aquí está.
Y una puerta, también, cargada de esta misma oscuridad, el tacto que me condujo acá. La oscuridad que está más allá de toda sombra. La sombra definitiva, la que protege de la luz, de la que hablaba mi padre. Está lejos y el viento está casi sobre mí. Y ruge aún con más fuerza, pues sabe que no existe allá donde la oscuridad habita. Desde allí tan sólo observaré, tan sólo crearé, tan sólo seré de nuevo.
El viento está llegando. Su retumbar se anuncia con prontitud, rebotando contra las paredes. Los objetos caen. El batiente oleaje del polvo se hace uno con el estruendo. Es un infierno rojizo de oscuridad que me persigue, a mí que no siento hambre ni ansiedad ni miedo. Aunque huya.
Y de pronto no puedo casi ver nada. De pronto el viento me ha dejado sorda, y el sabor metálico en mi boca se apacigua con una tranquilidad enfermiza, y el olor a fuego del crepúsculo se desvanece.
Pero aún puedo palpar la oscuridad, el pomo de la puerta, tan terso y dispuesto a recibirme. La sombra será metafísica, por última vez. No hay otro lugar dónde despertar. El viento está conmigo. La puerta se ha abierto.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Los sueños del desconocido (segunda parte y final)



Comenzó anoche, cuando habían pasado tres años desde ese momento. Primero fue un hálito frío en mi nuca, mientras dormía. Luego, más consciente, fue un murmullo, resonando entre la pared interior de mi hueso frontal y el occipital. Creo que sangré un poco mientras todavía dormía. Habían montañas, allá, lejos y otro poco más, donde ya ni puedo decir que sea lejos. Más negras que la infinitud de su sombra y más enfermas que el cielo que les daba cobijo.

Creo que logré despertar, pues de haber sido una pesadilla, podría olvidar aquello.

La silueta en el umbral estaba tan estática, tan fría y absorbente en su negrura impenetrable, que me consumía a mí misma de tan sólo observar su silencio y su meditación.

¿Habrá existido algún día?

Nunca terminaré de entender qué poder o potestad me empujaron a no cerrar los ojos y observar hasta que esa oscuridad se hizo conmigo.

Debieron pasar días y torrentes de lágrimas hasta que entendiese que de verdad había perdido la vista. ¿No podía ser sólo que el sueño no se terminaba? ¿O es que sólo acertaba a ver las montañas y la silueta, o sólo yo las veía, o yo veía la realidad y los otros no? Ni siquiera acerté a deprimirme. Podía seguir escribiendo, podia continuar. La lástima es un arma cruel, pero efectiva. Ya nadie me iba a exigir nada, nadie pasaría de la pena y la lástima y yo podría continuar en paz. Luego ya ni idea de qué tiempo ha estado pasando. Tengo un vago recuerdo de alguien que me entendía, que escribió seis palabras, lanzadas al vacío de una red que ya no puedo ni ver ni leer. Pienso en ello y siento el frío que sentí la noche en que la silueta me rodeó, me abrazó así, quieta y todo comenzó a acabarse. Debe ser una verdadera lástima el que yo no pueda lamentarme siquiera. Digo, ¿qué podría lamentar? Tengo mi música, escucho susurros en idiomas que nunca entenderé, cuando oigo un inocente disco de Sigur Ros. Y seguiré insisitiendo, si Arcade Fire existe en el mundo, éste no puede ser tan malo. Y puedo escribir. Ya nunca volveré a leer esas seis palabras, pero es lo mismo como si me las dijese a mí misma cuando cae la noche o eso parece o eso me dice mi madrey me corresponde dormir.

Porque aún puedo, aún debo, dormir ese sueño en que la silueta termine de revelarse, con esos hombros recios y ese respirar silencioso que me confirma que es maravilloso porque no existe.

Y de esa sombra, un día, vendrán esas seis palabras otra vez, porque pertenecen a un sueño que yo desconozco.

Un sueño que no es mío.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Los sueños del desconocido (primera parte)


Y esto va en réplica al desafío de mi hermano Ralph Carter!








El día en que llegó la primera carta las sospechas no pasaban de ser más que una manera de seguir una broma. Algo que por lo menos le daba algo de sabor a la insipidez de mi vida. No una pesadilla que no termine nunca.
No este tormento…
Hacía un par de meses que el colegio había terminado. Las despedidas continuas y las lágrimas de todo ese coro post púber, aquellos que se decían mis amigos y amigas, tardaron, para mi gusto, demasiado en cesar.
Y luego vinieron las estupideces de mis padres. Durante meses habíase esforzado en que debía encontrar un modo de llevar mi vida. Ya saben, lo típico, estudiar simplemente, para obtener un cartón, lo que para nosotros es algo así como un permiso para ser una persona.
Pero… ¿Qué podría haber ofrecido el alargar la vida académica para mí? Un par de veces acompañé a mi amigo, el buen Mario, cuando iba a su universidad. Lo poco que vi allí me dejó tan desilusionada como no hubiese podido imaginar.
Y bueno, sólo quedaba alargar un poco el tiempo. Ver qué depararía la vida… Después de todo, mis expectativas al respecto no eran lo que uno diría gloriosas. Apenas si tenía esta ligera habilidad para escribir alguna que otra cosa. Pequeños poemas, alguna vez un cuento corto.
Pero siempre estaba luego lo malo. Alguna vez intenté mostrarle mi arte al resto de la gente. La poca comprensión que vino de ellos al instante me hizo sentir como relegada.
Una historia acerca de un sueño largo, una historia acerca de un mundo imposible.
Y una historia sobre una pesadilla.
Ésta era la más larga y recurrente. Por algún motivo era mi favorita. Era extrañamente palpable el sentir el sufrimiento de una existencia falsa. Más aún cuando ésta correspondía a mi misma.
Y era un momento bello también, el entonces, cuando al despertar decidía tomar el bolígrafo y mi cuaderno de apuntes. Narrar, como para mí misma, aquellas visiones que mi yo inconsciente veía durante las horas de sueño.
Sí, los sueños normales eran espléndidos. Mucho más que mí apagada vida, en verdad. Podía ser un mundo de resplandecientes visiones sin formas físicas o una historia sacada de alguna película épica.
Sin embargo, la verdadera inspiración estaba en las imágenes que aparecían cuando ese mundo era sombrío, gris y moribundo.
Tal vez alguna de esas imágenes haya sido una reminiscencia de mis pensamientos. De mi manera gris de ver el mundo también. Allí afuera era un mercado de apariencias donde uno necesitaba pretender ser algo para conformar la opinión del vulgo, mentir, de la forma más ruin y profunda, por siempre y para todos, pero en especial, para sí mismo.
Y una forma de recaer en esas mismas mentiras eran las estupideces de mis padres. No era tan sólo su desprecio hacia lo poco que tenía yo de valor como persona en ese entonces, sino de su total ignorancia en lo que me rodeaba, en lo que pensaba, en lo poco que sentía, o por lo menos… pretendía sentir.
Al final, luego de bastante tiempo logré hacer un poco de lo que deseaba, de una forma más… regularmente seria, por así decirlo.
La primera vez que publiqué algo, empero, tuvo que ser por los medios más humildes. Tan sólo un espacio en internet debía bastar. Durante semanas simplemente estuvo allí, en medio de la nada, en un espacio expuesto hacia todo el mundo.
Mi primer cuento corto, una historia sobre un caballero andante que buscaba venganza, y que al encontrarla se iba perdiendo a sí mismo. Historia sencilla, incluso inspiradora.
Entonces, luego de un tiempo, un espacio más se abrió. Un comentario.
Yo también me he sentido así…
Creo que ese día, después de mucho tiempo, esbocé por vez primera una sonrisa llena de sinceridad. Eran pocas las personas que yo conocía en el mundo. Menos aún eran aquellas que eran de mi agrado. Y casi nadie, era alguien que pudiera tolerarme como era.
Entonces, alguien que encima me comprendiese…
Yo nunca creí que sólo seis palabras pudieran hacerme sentir tanto.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Repeticiones





Observaba hacia el hosco vacío que había dejado su ausencia en la poza donde estaba naciendo. Y donde nacería una y otra vez mientras conservase la condición que humano y hombre lo hacía. Eso era su maldición, su orgullosa maldición.
Entonces comprendió que estaba haciendo el mismo paso tan repetida y cansinamente que no terminaría de desandarlo jamás, que lo desearía por siempre, y que estaría consumiéndose, vapor que regresa a la tetera, abdomen de abeja matándola matando, mientras se entendiese a sí mismo como lo que estaba hecho y derecho y que no podía ni podría negar, ni aceptar, por mucho que lo siguiese y siguiese haciendo por siempre jamás en tanto las cosas tuviesen ese olor a deseo y ese tacto a la calidez de la luz primera de su vida. El círculo nunca iba a terminar, y él seguiría queriendo, añorando, rogando, por el resto de sus días y noches.
O al menos hasta que encontrase una forma, de que su corazón valga la pena para quien no está condenada a esa condición, porque se sabe completa, no repetida, no cansina, y viva de verdad y no como repetido reflejo.

viernes, 15 de julio de 2011

Natalia






Escribo estas líneas ante un amanecer blanco, pálido, enfermo de su propia melancolía. Tan extenso es, y tan hondo ha calado en mi profundidad, en mi vida, que casi, casi he estado a punto de olvidar un poco el significado del porqué estás aquí, en el espacio profundo y destrozado de mis pensamientos, en la esquina última de mi mente.
Oh, Natalia, oh, Natalia, si tan sólo vieses hasta dónde llega la nieve. Si entendieras como yo, lo cruel que es que un sueño se haya hecho real mientras no lo estabas soñando. Acá está por fin la soledad por la que siempre luchamos, el blanco páramo de inextinguible belleza, de sempiterna y pura inspiración. Y desde acá puedo escribirte, con pura, dolorosa y envenenada intención. Allá está el barco, perdido más allá de las montañas, del color de vómito de las calles, más allá de la gente que hablaba, habla o hablará de lo extraños que somos, o que soy, o que tú no eres porque al menos tú no existes del todo y el demente soy yo. El viento canta un poco tu nombre, desde que te dejé partir, y me suena a mentira, al menos hasta hoy, hoy que el océano que me lleva a donde reposas me trajo este vaivén de sal, de pútrida enseña de verdad disfrazada, y yo he creído. Por suerte, al menos está nevando. Así puedo sentir algo al menos, de la falsedad que te fabricaba. El barco no está allá, después de todo, y tú no eres más un sueño, como lo eran estos copos que no cesan, y no cesan, y bailan, y danzan armándose de un coraje sobrehumano que destroza los frágiles y tan preciosos tesoros que son los hilos con los que está construida mi locura, mi obcecada enajenación. Con los que estás construida tú. Y he aquí que la danza, los susurros comienzan a cesar. Pronto comprenderé de nuevo tu realidad, así como en breve comenzaré a olvidar que la nieve, después de todo, es real, y no sólo el resultado final de la fábrica de mis memorias teñidas de falsedad que tanto te amarían y te aman, porque, ahora que termino estas líneas voy a esa nada, a ese barco, a ese más allá donde no hay más nieve y donde estás tú para consolarme por siempre el que esté incompleto y que no crea en mi propia existencia.

viernes, 24 de junio de 2011

Otra vez




Ella mira y mira de nuevo a la poza. Trata de entender un poco qué tormento ha sucedido para que esto no le produzca dolor. ¿Qué es el padecimiento de la felicidad, qué es entender que el no significado la ha hecho viva por fin?
Pero mira de nuevo, y aún no hay un rostro allí.

jueves, 19 de mayo de 2011

Maggot





Observando hacia su rostro gris y demacrado, podía ver un trágico sentido de comedia. Después de todo, estaba contorsionándose a un ritmo más que sostenido. ¿Era posible ver o percibir eso en medio de la oscuridad? ¿Era lógico acaso? Tal vez fuera meramente el bullir de la sangre atravesando los vasos rotos y sonriendo al exterior invisible e inexistente de ese pequeño universo de madera a medio pudrir y algo de tierra apestosa. Dónde estaba él, era difícil precisarlo, aunque algo debía decirle eso de que podía ver el rostro del cadáver. Claro, en todos esos años de experiencia sabía que el cuerpo muerto se retuerce bajo el influjo de sus compañeros, y puede que sus proporciones varíen enormemente. No era imposible que la cabeza, sonriente en su ignorancia, llegase a comprimirse y aparecer junto a su vientre. Él podría estar entre los genitales, devorando el corroído orgullo de un humano silvestre que por fin era lo que debe ser. O un músculo cualquiera, magro y grisáceo. Hasta un hueso. Los hilillos de sangre lo estaban rodeando, medio coagulados, gelatinosos y no líquidos.
Ahí él se topó con una zona más rígida, no tanto como un hueso. Sintió un débil palpitar luego de morder, y entonces extrajo su cabeza carente de ojos y faz, y observó en la oscuridad imposible de atravesar, un rostro que sonrió un poco.
Y entonces se habría encogido de hombros, de tenerlos en su tubular anatomía, y siguió adelante.
Algo de bueno tendría que tener comerse el corazón de un muerto.

jueves, 21 de abril de 2011

Arrastro un poco de mi voluntad todavía
Detrás
Tan lejana, que no parece coherente que
ese hálito, desgraciado, lamentable
tegna un sentido de ser
mientras deshecho, comprendo
que no es ella quien está muerta.

sábado, 26 de febrero de 2011

Mirando hacia la Negación

Miro hacia una de las ventanas de esta habitación, y respiro un poco del aire que entra desde allí, o desde el más allá cuya imagen remeda la luz que entra por ese sitio.
Es esa luz la que me trae el recuerdo de una voz que alguna vez me dijo una palabra que significaba más que su peso y que simbolizaba algo que no podía reflejarse con la mera y pueril acción de vivir. Su toque me dice que esos recuerdos, los del cielo, los de la luna de esa tierra lejana, los de mi pequeño, no son una mentira hilvanada por mi mente para sobrevivir, aunque sea anegada por la profundidad de su locura.
En esa ventana, o mejor, en la visión de esa ventana, de su absoluto verduzco y brillante, soy yo de nuevo, la diosa del mundo de luz volátil donde todas las palabras significan amor, donde un destello es vida misma y la miseria es sólo una expresión sin sentido. En ese más allá puedo entender, comprender, por fin, qué es o era lo que significaba para mí ser una princesa encerrada en el cariño de seres a los que nunca conocí porque no existían y yo lo sabía, pero qué me importaba.
Allí, en ese exterior de disimulos puedo dejarme entender que esa ribera que no existía como tal, ni como playa, ni como remanso, ni como paz ficticia siquiera, descansa todavía el corazón oscuro pero repujado de aquel ser que vino de mí pero cuyo rostro no puedo recordar por más que lo intente, que llore o que muera por él.
Ojalá significase algo, esta muerte lenta y lánguida, si me pudiese llevar hasta allí y la mentira de mi vida fuese una verdad, así, aunque me transmitiese tan sólo un pequeño destello de esos rostros, de esas veredas, de esos pasos que nunca di, de la música que si escuché nadie más lo hizo porque mi mente la fabricó para que mi soledad no fuera otra enfermedad más poblando mi mente ya nublada y que se despide del ocaso que entra a través de la ventana de esta habitación, que remeda la luz del más allá, hacia la que miro.