lunes, 26 de diciembre de 2011

La casa de los vientos




El viento susurró un poco, como la tos de un moribundo. Algunas de las ventanas dejaron pasar cogitado ese aliento, y la carcomida mampostería de la primera puerta que había visto también se quejó. No en vano el horror que sobrevino luego del primer momento de extrañeza me había dejado sensible a cualquier sonido anómalo que pudiese captar. Sólo que, claro, ya demasiado en el panorama que tenía ante mí era extravagante por fuerza propia. Cuánto deseé que ese delirante conductor no hubiese seguido adelante con su destartalado micro azulado. Igual él se mostraba asustado, pero no le di importancia a su mirada vidriosa, a las palabras borboteantes que pronunció, a modo de advertencia.
“Nadie ya se ve salir de ese pueblo, señorita…”
“Algo dicen que pasa, no sé, no me voy a acercar mucho”
Como mucho, pensé, observando las parduzcas y malolientes paredes, creí que el viejo se refería a jovenzuelos rapaces, tal vez simplemente algún niñato de mejillas raspadas haciendo gestos obscenos o colgándose de la parte trasera de su vehículo.
Algún grupo de ebrios deambulando perdidos.
No esto.
Otras paredes podridas hacían una muralla espantosa. Por enésima vez, intenté convencerme que esas manchas no eran sangre coagulada. Que no había una lúgubre vastedad en ellas. Inútil. Mi cerebro no daba abasto a semejantes embates. Ya había transcurrido más de medio día, y la luz comenzaba a oscilar generando sombras como siluetas fantasmales. Más de seis horas y aún no encontraba un solo paso seguro, una sola puerta abierta, un recodo. Incluso esos ventanales, que a pesar de todo estaban fuera de mi alcance mostraban unos hostiles maderos entrelazados no con porfía desmañada. Y ninguna voz, ninguna presencia. Ni siquiera otro vehículo más por el camino que yo había llegado, donde el viento serpenteaba incluso más rabioso. Encontré, cuando la luz amarillentaba, un pequeño descanso formado por unas gradas saliendo de una de las paredes y conduciendo largamente a un portón ligeramente mayor que el resto. Allí se reunían más sombras de lo que yo pudiese haber imaginado. El resto del mundo estaba pintado en un lienzo amarillento pálido, con ligeras oscilaciones flamígeras, el sol moribundo. Allí, en una formación geométrica, la negrura era absoluta. Como si todas las sombras estuvieran reunidas, sobrepuestas. El portón sería de una madera tan vieja como el resto, pero más apestosa, y más oscura. No me era posible calcular su altura. Intenté iluminar esa elevación con la linterna de mi celular, pero desistí rápidamente. Sólo eran manchas de sangre-lo entendía- y mi batería podría ser más útil luego. La noche se acercaba y sentado en el sexto escalón de esa escalera, estaba asumiendo que esa pared se extendía hasta un punto infinito del horizonte. Había venido a visitar mi pueblo natal después de tantos años, y me topaba con un cambio como éste. Y yo que tan sólo quería ver a mi padre que estaba, según decía la carta de mi madre, en sus últimos días.
Un papel jugueteó con el viento, haciendo un rizo hechizado y fue a caer a mis pies. Mi mano tembló al contacto del aire frío, pero lo sostuve con firmeza.
Nada, nada más que borrones. El periódico parecía antiguo como la existencia, pero no contaba con ninguna seña identificadora. Todos los artículos habían sido borrados con saña, dejando otras tantas manchas rojas como un perverso marcador. Había una foto en la primera página, pero ya no se podía discernir si quien estaba allí era un hombre o una mujer, su edad, nada.
Suspiré, dejando ir el retazo de papel lastimero. Al instante, una algarabía se apoderó del viento y pronto se colmó de la danza de cientos de papeles similares al primero. Volaron junto con las últimas esquirlas de luz, produciendo un carnaval bullicioso, hecho de sombras y de sonidos como aullidos. En ese momento debí comenzar a quedarme dormida, llevada por el dulce ronroneo de los papeles cayendo al suelo con un viento que se calmaba con parsimonia. Algún tintineo dejó escapar la noche. Alguien la desató. Maldita, maldita noche.
Si el aullido que colmó todo se hizo mi universo, estaba infecta yo también. Tanto silencio me había hecho demasiado sensible, o el lugar, o lo que fuera, pero el sueño fue exiguo y vano, como si ni siquiera se hubiese efectuado. Cerrar los ojos y que todo fuese negro alrededor, todo fue uno. El viento estaba ululando, y algo en él sonaba como un chillido de dolor, que exigía esa respuesta, llorosa, aplacada, por parte mía. Era como si mi alma estuviese llorando de pánico. Lo peor era no estar plenamente consciente de haber despertado. Mis manos treparon, feroces como garras y mi cuerpo se abalanzó hacia la oscuridad más profunda, como si ésta me prometiera un silencio que el resto, manchado de sangre me privaba. De niña mis padres me habían dicho siempre que la sombra estaba para protegerme. Para comprobar que seguía con vida, que mi alma estaba conmigo. Ahora entendía un poco más. Esa sombra absoluta era una comprobación de que el mundo existía. Mis manos empujaron y ésta se deshizo en miles de conflagraciones de luces enmohecidas y enfermas, bailoteando gimoteantes. Y entonces el viento quedó allí atrás y mi sueño esta vez, se hizo de verdad. Un círculo en la lejanía, podía ser una pared, un techo o un suelo, quién sabría en esa ceguera universal, dejaba huir una brillantez huidiza. Rojiza, casi fulgurante en su patético toque. Dormí mientras la entreveía y trataba de imaginar el mundo de fuera, convenciéndome de que seguía existiendo.


El primer despertar real vino antecedido por una reacción sistemática de mis sentidos. Mi tacto percibió a través de dedos agarrotados el toque áspero del suelo astillado. Mi olfato se saturó de humedad, lo mismo que mi gusto, además de un sabor repugnante a metal, a óxido. Escuché mi respirar primero, mis huesos retorciéndose unos con otros, torciendo mis tendones para brindar nuevo movimiento a mi cuerpo. Y entonces mis pestañas se apartaron.
Alguna vez papá me dijo que mis pestañas eran como negras hojas deshilachadas cubriendo una joya. No sé si mis ojos grises serán algún tipo de alhaja pero jamás los había apreciado tanto. Era una pared, donde reposaba el fulgor rojizo que ahora iba dando paso, paulatinamente a uno gris, más llevadero para mi cordura. El cuarto en sí, en toda su inmensidad tenía algo de grisáceo, de apagado también. Era como si una nevada invisible se hubiera cernido sobre aquellos objetos desparramados. El machihembre soportaba demasiado más de lo coherente. Tal vez por eso, luego de ver el primer montón, sopesé mis pasos como si fueran toques fúnebres.
La madera se retorcía. El aullido apenas si me dejaba ver, un montón de mesas dispersas hasta una vista semejante a un horizonte, en una bóveda de una altura de unos seis metros. Eran barrocas, cada una por su lado y de una forma distinta. Eran tantas, que formaban un océano de madera blanquecina. El viento estaba muerto, tan muerto que la fina capa de polvo sobre el todo de allí dentro parecía impenetrable.
Un teléfono quebrado, un cuadro con un retrato pintarrajeado. Un montón de tizas, roldanas, algunos clavos.
Velas rotas, tijeras, una silla destripada, el cuerpo de una muñeca. Una esfera brillante.
Otro dejo de luz, la ventana circular no era la única. Más cristal roto. Pedazos de plástico. Botellas.
La batahola visual que representaban todas esas formas era como el oleaje en el mar blanquecino de las mesas. Escuché el traidor y sibilino viento del exterior tan sólo un poco y entonces crucé unos metros, desde el sitio donde había despertado, hacia un hueco practicado con brutalidad en la pared.
No. No había ninguna ruta. La ventana miraba hacia el mismo páramo infinito donde había padecido antes de caer dormida mecida por el infierno de Eolo. De pronto se me hizo infinitamente más ominosa la pared elevadísima que, ahora entendía, tenía a mis espaldas como una muralla. Una cruel certeza apretujó mi corazón.
Recorrí una distancia apreciable, esquivando los objetos que estaban sobre las mesas, como si fueran ponzoñosos. Me topé a otra ventana, circular, hechizada. Otra marisma de nada. Las plantas salvajes allá fuera se mecían en silencio. Maldita burla del mundo, maldito recodo de la existencia. Estaba entendiendo que la carretera también había desaparecido, cuando algo golpeó el sitio en su totalidad. Sentí un estremecimiento sísmico y un poco de mi conciencia se resintió allí, neuronalmente. Pensé que estaba allí como un gato que nadie comprende si está o no vivo. No era ningún orgullo pertenecer a una alegoría de la mecánica cuántica, pero al menos mientras caminaba un poco más tranquilamente, absorbiendo los gajos de luz mortecina y fría, pensé que cuando menos mi situación tildaba de interesante.
Luego entreví cómo se dibujaba el horizonte. Un simple cálculo me reveló que estaría a unos cincuenta, quizá más metros de la superficie del mundo real. Salir por esos ojos despiadados era imposible.
No pensé en el hecho de que no sentía hambre.
Hasta pensé un poco más, en la metáfora que una vez capté, siendo niña.
Que los ojos no hacen más que proyectar una imagen al exterior. Que éste no existe. La realidad es tan sólo como nuestro cerebro se encapricha por ver.
Pero al haber otras personas en el mundo, mi apreciación filosófica caía por fuerza propia. ¿Sería de la misma manera de no existir nadie más en el mundo?
No había ningún rostro entre todos los objetos tirados en esa habitación infinita. En esa casa que hacía un universo, estaba un hierro quebrado. Algunos cables lanzados al azar. Un florero. Varias reglas y escuadras. Maniquíes inútiles que miraban hacia ningún lado con sólo las manos.
Alcanzaría a mis padres al término de todo, quizá.
¿Estaban muertos?
El horizonte siguió en el mismo lugar, pero comenzó a hacerse más y más difuso con brusquedad. Pronto su línea se tiñó de sangre.
Entonces el viento regresó. Observé los pajonales estremecerse y luego desdibujar una oleada demencial, mezcla de palidez cadavérica y oscuridad de pozo. Allí comprendí que tendría que escapar. No tenía, no, era menester que no entendiese. Que esos ojos observasen, que lo hicieran, no era mi problema. Podían crear ese mundo a su antojo, por su soledad, por mi soledad, por…
No, no necesito pensarlo. Tan sólo debo correr, un poco, un poco más allá. El piso chilla pero el viento me está alcanzando. No debe alcanzarme, no debo sentir su rugir. El viento viene y las paredes de esta casa infinita rebotan su sonido, lo hacen una cacofonía discordante, mitad armonía, mitad melodía, síncopa rota, medios tonos agonizantes. Allí están aquí está.
Y una puerta, también, cargada de esta misma oscuridad, el tacto que me condujo acá. La oscuridad que está más allá de toda sombra. La sombra definitiva, la que protege de la luz, de la que hablaba mi padre. Está lejos y el viento está casi sobre mí. Y ruge aún con más fuerza, pues sabe que no existe allá donde la oscuridad habita. Desde allí tan sólo observaré, tan sólo crearé, tan sólo seré de nuevo.
El viento está llegando. Su retumbar se anuncia con prontitud, rebotando contra las paredes. Los objetos caen. El batiente oleaje del polvo se hace uno con el estruendo. Es un infierno rojizo de oscuridad que me persigue, a mí que no siento hambre ni ansiedad ni miedo. Aunque huya.
Y de pronto no puedo casi ver nada. De pronto el viento me ha dejado sorda, y el sabor metálico en mi boca se apacigua con una tranquilidad enfermiza, y el olor a fuego del crepúsculo se desvanece.
Pero aún puedo palpar la oscuridad, el pomo de la puerta, tan terso y dispuesto a recibirme. La sombra será metafísica, por última vez. No hay otro lugar dónde despertar. El viento está conmigo. La puerta se ha abierto.

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