lunes, 28 de abril de 2008

El desayuno en la fría lluvia

Era avanzada la mañana cuando me dispuse a apartar por fin las cobijas y dejar que mis pies se corroyeran del entumecimiento, tocando el frío piso de madera de mi casa desolada y solitaria.

Desde antes de que mi mente cobrara conciencia totalmente, creía haber sentido el siniestro y repulsivo hedor de la podredumbre. Después de dos días, era natural que los desechos de mi perro hubieran dejado su siembra en el hogar.
Alargué la mano desde una de las ventanas, hacia el traspatio, y comprobé que en efecto, la lluvia ligera aún no cesaba. Traté de olvidar la pestilencia y sentirme más a gusto, con el frío de este sitio en paz.
Con cuidado, pues siempre habíame provocado accidentes de todo tipo, me acerqué a la cocina, y coloqué la enorme caldera de té que mi familia usaba desde hacía generaciones. Mientras esperaba que el agua calentara y me proveyera de algún abrigo contra el gélido estertor del aire matutino, deambulé indeciso por los cuartos solitarios, recordando los últimos momentos en familia. Iba a extrañar a mis padres, sí lo sabía bien, pero… era necesario que ellos partieran.

Todos siempre supimos que los suministros no nos abastecerían más que para unos días.

Al final, me decidí, y me armé del recogedor de basura y la pequeña pala improvisada, y me dispuse a limpiar la salida de casa de las excrecencias de mi mascota. El pequeño me saludó con una mirada soñolienta en tanto yo enfrentaba tiritando la lluvia helada, y pensaba en mis padres con enorme gratitud, pues me habían permitido vivir acá, solo, y no tener que perecer de inanición junto a ellos.

El silbido de la caldera me sacó de mis elucubraciones. Dejé todo listo, y levanté las manos al cielo, para que la lluvia me limpiara. No vaya a ser que coma mi primer desayuno con los dedos infectos de excremento.

¡Maldita caldera! Nunca pude entender cómo chilla tanto…

Ya está listo. La taza me sonríe también, haciendo un coro de bienvenida con las cucharillas de azúcar, con el vapor emanando de mi delicioso té.
Sólo faltan ellos. Y así, preparado para mi primera comida, en mi propia casa, en éste páramo solitario, abro mi refrigerador, y enfrentado el duro hielo, saco los restos cercenados de los cuerpos de mis padres. Examino todo un poco. No es difícil decidirse. Un fragmento de una de las piernas será suficiente. Después de todo, no me voy a privar de algo verdaderamente alimenticio. Luego tendré todavía abasto. Seguramente los tejidos de los brazos, bien sofritos me proveerán un pasable almuerzo.
La sartén recibe cálidamente la carne otorgada con cariño. Sólo un tiempo dura su fritura.

Y por fin, me dispongo bien, y procedo a comer un poco, no sin antes agradecer de todo corazón a Dios que dio a sus hijos un sabor tan particular, ni tampoco de compartir un poco con mi compañero canino, que me acompaña en la soledad de mi desayuno.

martes, 22 de abril de 2008

Perfecta

Resulta que aquel muchacho no tenía pies. No sabía bien porqué, o cómo, pero no las tenía. Y ya que sin ellos no podía caminar, decidió que debía tener al menos algo parecido.
Así fue que buscó y buscó entre los trastos de alrededor, hasta encontrar dos piezas de metal largas y con las que pudiese equilibrarse. Pero sus piernas terminaban en un par de muñones cerrados. Él forzó y forzó la piel, usando la misma punta de las varas, hasta atravesarla, y asegurarlas en la carne. Sangró, si, y mucho, pero el muchacho no murió, como pude comprobar.
Con aquellas extremidades listas, por fin logró ponerse de pie, y salir a ver a aquella que buscaba. Tampoco sabía quién era ella, ni porqué debía encontrarla, pero eso no era lo importante. Lo único que en verdad importaba era hallarla.
Caminó y caminó durante tiempos desconocidos, atravesando tierras ignotas, áridas e inhospitalarias, hasta llegar a aquella casa negra. Atravesó los portales, subió por escaleras larguísimas, y por fin llegó hasta el sitio donde ella dormía.
Su habitación era blanca y pura, al igual que el lecho. Allí, sobre el mullido colchón, ella dormía un sueño apacible e interminable. Él quiso despertarla, pero no pudo. Intentó tocándola con suavidad, hablándole, hasta golpeándola, pero ella seguía durmiendo. Entonces él supo perfectamente qué debía hacer. Él, que era imperfecto y sucio estaba despierto; mientras que ella, perfecta, e inmaculada, no podía llegar a despertar.
Y en verdad ella no despertó. Ni aún cuando él tomó ese trozo de metal gastado y oxidado, y le cortó los pies. Ni aún cuando él tomó también otras varas similares a las suyas, y las puso en los sangrantes pies de su musa.
Pero ella debió despertar al fin. Es decir, de no haber sido así, yo no podría escribir estas líneas. Porque aquella era mi madre…

jueves, 10 de abril de 2008

Uno

Deseaba mirar al exterior.
Deseaba tan sólo contemplar, sin pensar.
Porqué ese odio, desde dentro y desde fuera???
Tiene algún sentido?
Tengo algún sentido?