sábado, 7 de agosto de 2010

Ala De Cuervo


Creo que me ha quedado muy largo, pero bueno, hacía tiempo que no publicaba algo por acá. En sí, no he dejado de escribir, empero, estos últimos meses ha sido una escritura más.. laboral...

Espero que alguien llegue a leerlo. Agradezco algún comentario de antemano.

Ala de Cuervo







Atshula era el nombre de aquella mujer que los pobladores de esa pradera veían siempre a lo lejos, observando el horizonte. El verde pastizal de Galvathor, siempre manchado por la sangre de sus enemigos, parecía danzar al compás de su blanquecino cabello.
Los ancianos decían, como el dogma y la traición siempre lo habían dictado, que fuera de la familia real no debía existir ningún Galvathor que poseyese el cabello de ese color. Ése era un signo de un destino funesto, y en su mayoría la gente se apartaba de ellos. Ése pequeño poblado tenía una pequeña dotación de Khâr siempre vigilando, pues aunque pequeño y de escasa población, no dejaba de estar en una ruta importante. Un poco al este nada más estaba el camino por el que cruzaban las caravanas hacia el palacio de Akhutar. Si los infieles Shyberthor quisieran una ruta segura para emboscar a los dignatarios de Palacio, cortar sus suministros o hasta sitiarlos, esas colinas eran la posición perfecta. Y cómo no, fueron objeto de arteros ataques, cientos de veces. Los prados verdes fueron manchados con repugnante sangre infiel. Los Shyberthor osaban adorar a ancestros cuya memoria estaba perdida, en lugar del cálido abrazo de la oscuridad del vacío. Akhutar era el dios supremo. Su voz daba vida, su voz brindaba descanso.
Su voz también señalaba.
Y allí, decían algunos ancianos en la aldea, mirando hacia la colina más alta, donde esa figura esquelética de cabellera blanca ondeando al viento y posición encorvada lanzaba un suspiro que todos podían escuchar, se envolvía en sus ropajes y se acurrucaba, presa del viento, presa de la noche.
Cuando transcurría la décimo segunda noche del año, y se veía a Shyberthor como una gran esfera de colores indefinidos en el cielo eternamente oscuro, el pueblo fue sacudido por una oleada de grandes vientos. Las praderas gemían dolientes, llevándose sonidos y cantos hasta muy lejos.
Y también se oían nuevos cantares.
Como aquel melodioso, dulce y melancólico que se oyó durante la salida del sol rojo, cuando la noche alcanzaba su cenit. Los ancianos, instintivamente habían salido a la plaza del pueblo, y miraban hacia el sitio desde donde venía la voz. Nadie preguntó nada, pocos se inquietaron. La mayoría simplemente lo disfrutó. Alguna vez alguna cortesana del palacio había dedicado alguno de sus cantos al pueblo, en su incesante viaje hacia donde reposan los príncipes.
Pero ningún canto era tan bello, tan distante o tan doloroso como éste.
Fue cuando el sol rojo estuvo en lo más alto, cuando las fogatas se encienden, cuando hasta los niños prestaron atención. El canto se había hecho tan claro que ya podían distinguir sus palabras.
Era un antiguo salmo de las memorias de los Superdotados. La Elegía de Veressen, la Primera.
Era un canto de esperanza que recordaba a los de su raza su gran poder y su lazo estrecho con la oscuridad de las estrellas. Pero pocos siguieron pensando en el canto en sí.
La figura era esbelta y caminaba cadenciosamente embozada en una capa larguísima de sucio color. Una bufanda también la protegía, negra y larga.
Y había algo más, que flotaba, como llevado también por el viento.
Cabello a cabello, violáceo y vaporoso, daba un aire de majestad a la sombría y hermosa figura.
Ella llegó así, cantando todavía, con los ojos cerrados, sin siquiera mirar el sitio donde sus pasos se posaban, como si supiera a la perfección cómo era el sitio, como si nadie pudiese interrumpirla. Sólo cuando un coro de gente un tanto voluminoso se reunió en torno a ella, levantó ligeramente una mano, dejando ver un poco la sombría figura de debajo de la túnica, y pasando una mano sobre la cabellera que le cubría el rostro, dirigió una sonrisa candorosa y abriendo las pesadas fosas de gruesas y profundas pestañas, iluminó una mirada brillante, entre rojiza y violácea, como un coro majestuoso de su cabello, el cual, tan sólo de tan ligero, siguió ondeando con el viento vigil y quieto.
Ella señaló hacia el anciano Araik. Pidió por un cuarto en la posada del señor. Él estuvo a punto de decirle que estaba invitada, pero luego sintió el peso de la mirada de su esposa junto a él y decidió cobrar la estancia por adelantado como solía hacerlo con cualquier forastero que llegase desde las praderas del sur.

Khêrrswamen era en sí un continente de praderas inmensas, surcado sólo de cuando en cuando por inextricables colinas, algunas de las cuales profundizaban entre sí creando las fosas de las ánimas, largas oquedades donde la luz moría al no poder penetrar su atmósfera enrarecida y que habitaban criaturas serpentiformes que eran nefastas a ojos de cualquiera excepto de algún ocasional hechicero.
Más frecuentes eran las lagunas verdes. Remansos extraños de paz aparecidos como lunares sobre un rostro sano. Éstos, desde lo alto de una de las naves de los Arkhûm, se veían como círculos perfectos, verdes y brillantes, como ojos opalescentes perdidos en una oscuridad siniestra y enfermiza.
Porque sí, esta zona enorme que distaba a poco de lindar con el enorme Palacio de los Príncipes, no era como las praderas del sur, de más allá del Gran Río. Allí la hierba es tierna y suave, llena de fragancia y de paz. Los Shyberthor rara vez posan sus ojos en esos lares.
Por el contrario, Khêrrswamen es un larguísimo campo de hierba negruzca, cuyo sonido al viento es un lamento, cuyo olor trasciende con el aroma de muertos de hace siglos, de héroes que lloran no haber podido dirigir su espada una vez más.
La recién llegada pensó en aquellos dejos de historia que se escondían tras las sombras de la noche. Se había asegurado de tener el cuarto más costoso, el más alto del pequeño edificio, cuyos ventanales miraban hacia el sur. Ella suspiró con un poco de nostalgia, y quiso seguir con su actuación. Ella parecía una simple peregrina que debía visitar palacio. Ver los rostros ungidos de los Seis Príncipes y pedir su bendición. Al menos eso había dicho ante la fogata del pueblo, mientras los demás tocaban su Shatak, el instrumentos de seis cuerdas tan común en esa parte de Galvathor, y los jóvenes bailaban y los viejos contaban historias.
Fue Araik mismo quien celebró a la recién llegada. Quiso saber su nombre, pero para cuando se dirigió a ella preguntándoselo, sólo se topó con la túnica ondeando al viento y ella volviendo a su aposento.
-¿Ya te cansaste de esperar para hablarme? –dijo como para sí mientras miraba por su ocre ventana hacia el sur.
-¿Hablarte? –Replicó una voz rasposa entre las sombras de su habitación- ¿Desde cuándo me tomas por alguien tan tranquila? … allí abajo esperaba para poder agarrarte a patadas, pero me dio lástima toda esa gentuza.
-¿En serio? Si te diera tanta lástima no habrías sido tú quien me llamara…
-Epa, no te confundas. No quiero hacer escándalo antes de tiempo. Quiero prepararme para lo de mañana, no necesito un calentamiento ridículo como estar callando a estos pueblerinos.
-Bueno, bueno. Eh,… sal de una vez, Atshula. Me harta eso de que te escondas en la oscuridad.
Sonó un paso en la madera de suelo. Una figura ligeramente encorvada dirigió unos ojos de mirar apagado y moribundo hacia la recién llegada.
Ella la había visto, desde la colina, el sitio donde estaba siempre, como gárgola a la espera de un alma escapando.
La recordaba como siempre, taciturna, sombría, incluso enfadada, podría decirse. Atshula era despreciada, con frecuencia, entre los suyos, por su tendencia a mostrar su verdadera faz sólo después de la muerte de una decena de enemigos. Los Arkhûm no eran guerreros honorables o grandes héroes, pero al menos pretendían un tipo de estoicismo, algún aire de majestad que los hiciera ver superiores a aquellos que protegían. Tal juicio se iría por los suelos si más de los suyos comenzasen a actuar como ella, y parecieran psicópatas sin corazón ni raciocinio.
Aunque, al menos de lo primero no cabía duda.
Atshula removió un poco sus ropajes, y con fastidio sacó un pequeño bolsón. Depositándolo sobre la mesa de noche, sacó de él un pequeño objeto metálico cuyo resplandor iluminó la sala incluso hasta más allá de la oscuridad que seguía en ella. Tenía la forma de una pequeña placa, como las que se colocaban en las losas de los muertos.
La otra mujer abrió mucho los ojos y un silencio casi de muerte pendió del sitio.
Las manos de la recién llegada se levantaron con una lentitud pasmosa y tocaron el objeto con lentitud y con una terrible delicadeza.
Era éste tipo de actitudes las que Atshula detestaba más, y por lo mismo fue que rezongó a un lado y volvió a esconder la placa.
-Uno de los bastardos estaba robando esto del cementerio. Apenas se lo quité de las manos. ¿Sabes algo de eso?
-… No demasiado… o al menos que recuerde con claridad. El enemigo se fía mucho de la supuesta clarividencia de sus líderes. No me extrañaría que ni sepa de qué se trataba, pero…
-Pero…
-¿Cuál era el rango del tipo que robó esto?
-Era uno de esos ladrones de capas rojas.
-Mhh… Un incursor. Eso cambia las cosas.
-¿Cambiarlas?
-Mira, el oráculo de las sombras, allá en Palacio, nos previno de un ataque a esta zona. Un par de siluetas de las naves de los Vaid Shyberthor fueron vistas anoche, dirigiéndose un poco al sur de aquí. He traído conmigo un escáner de corto alcance pero no llega a distinguir nada.
“Esto puede ser una de dos cosas. O el enemigo se ha alejado y espera a una señal, o ellos están agazapados sólo para proteger algo de importancia capital. Algo que debe estar en este poblado…
-¿Y porqué no volarlo en mil pedazos y punto? No entiendo a estos imbéciles… si quieren algo de acá, que lo destruyan y luego buscan en los restos…
-No seas idiota. Si hicieran eso podrían destruir lo que buscan… o sea, esa cosa. No espero que lo pienses mucho, pero entenderás que la menor detonación la podría destruir... ¿Me la muestras de nuevo…?
-Ja, ahora es mía, muchacha… si la quieres tendrás que quitármela de algún modo.
-Bueno… Atshula… dime una cosa.
-¿Qué?
-Sabes que si llevas esa cosa directamente a Palacio muy probablemente te ganarás el aprecio de los altos señores, ¿no?
-Ajá…
-Sabes que si haces eso tal vez no haya necesidad de una batalla en este poblado…
-Sip…
-Y por último, entiendes que si la tienes contigo el enemigo caerá sobre ti más que sobre nadie…
-¡Pero claro!
-Y creo que está por demás decir, que te quedarás aquí y esperarás a provocar al enemigo tanto que caiga una lluvia de enemigos sobre ti, y si luego eres reprendida y degradada, te valdrá un comino, así que… creo que tengo que actuar sobre esa base.
-Bueno, me entiendes, chica. ¿Qué vas a hacer? ¿Ir a llorar por ayuda, o delatarme?
-Claro que no. Yo también quiero ver qué tanto pueden hacer esos infelices. Tan sólo una cosa…
-¿Qué?
-Si por esta decisión muere la gente de acá, me deberás más que una simple muerte.
-…Jejeje, eres la misma de siempre, Janthreya. Es un gusto haberte encontrado, perra.
-¡Shh! No menciones mi nombre aquí… tal vez alguien…
-¿Ah?
-No, nada, olvídalo… quédate aquí… voy a ver algo. Tal vez esa batalla que deseas se inicie antes de lo que crees.

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Es de noche y una sombra más oscura que la noche misma atraviesa un campo desolado que tiene como única frontera una colina desgastada donde enraízan y se disgregan árboles extraños que parecen contemplar las losas que cubren este campo.
Los Galvathor sienten un gran respeto por los muertos. El alma de alguien que ha fallecido está más cerca que la de ningún vivo de la compañía de Akhutar y su voz es una más con aquella que resuenan en el cielo. Las placas que se muestran en el centro de las pequeñas losas muestran un pequeño emblema. Ésta es una particularidad de la gente del norte. En el sur no existe el rígido sistema de clanes familiares, y ellos desconocen la devoción con la que sus hermanos forjan los símbolos de sus familias, símbolos que pueden ir desde unas estrellas dispersas al gran cuervo, o incluso a la estrella enferma, el emblema de la guerra.
Una losa sin placa es una tumba sin honor. Se dice que aquellos que son familiares de aquel que carezca de su propia placa estarán malditos, pues el espíritu de su ancestro, o su familiar no alcanza la paz junto a las estrellas, y éstas buscan justicia en los vivos.
Sin embargo, esto asuntos no son del interés del enemigo. Ellos llegaron con una misión. Tan sólo eso. Si buscan la condenación de la familia de esa mujer, eso no importa. Sólo necesitan esa placa para entregarla con el señor KhullKar, el jefe de los profetas del emperador.
Y por eso está, extrañado, alerta y casi invisible, el oficial Kharnael, el Tigre de las Cavernas.
Éste hombre, versado en los estudios del Khârrem Nalha, el arte marcial de los Shyberthor, envió la noche anterior a uno de sus mejores subordinados en pos de su objetivo. Él lo deseaba así, hallarlo, tenerlo y punto. Regresar a casa sin muertos. Una victoria limpia.
Pero el chico no volvió. Otros intentaron seguir sus pasos para ganarse el favor de su señor, pero él no deseaba más que efectividad, y por eso sus órdenes han sido directas. Si él falla, no habrá modo de dar un paso atrás.
¿Sin embargo, cómo podría fallar?
Un guerrero entrenado para sentir el fluir de las Voces en su cuerpo, una máquina de guerra con una pizca de alma, la suficiente para sentir lealtad a los suyos. Un guerrero perfecto, enclavado en sus habilidades. ¿Quién podría enfrentarlo? ¿Quién sería capaz?
-¿Extraño, deseas ver a alguien que dejaste en paz?
Kharnael se sorprende. No es normal que alguien pueda acercarse tanto como para dirigirle la palabra sin que él lo sienta mucho antes. Voltea la mirada hacia la colina y allí, recortada contra la oscuridad, observa una aparición que arranca una exclamación de sus labios.
La mujer es hermosa, sencillamente. Incluso un curtido guerrero como él puede ver ello.
Ella sentada en una de las rocas que señalan la entrada al lugar, le sonríe quedamente. Una gran cabellera violeta pende de su cabeza, ondeando como el viento mismo, rodeándola y haciendo que ella misma parezca una figura danzante.
-No precisamente… he venido a…
-Espera. Por un momento creí que debería ser más sutil, pero… ahora que lo pienso bien, no pareces una gran amenaza.
-¿Qué dice?
-Quería que tuvieras confianza en mí, Shyberthor, primero eso, y que luego pudiese arrancarte información, y recién matarte, pero… tú eres uno de esos guerreros.
-…
-Veo que entiendes. Bueno, en vista de que no hace falta fingir, heme aquí. Soy una Iniciada del Templo de Akhutar. Una guerrera que ha hecho el ritual del Ala de Cuervo. Puedo percibir tu olor, tu miedo, tu ansia de guerra.
-Je… jejeje…
-Sí, eso es…
-Sí, tienes razón. Yo soy Kharnael de Khairûn, guerrero de Shyberthor.
-Espera… ¿creíste que te daría mi nombre?
-¿Qué?
Las sombras se vuelven confusas. Kharnael sólo observa un instante detenido, cuando el manto oscuro de ella parece estallar y hallarse vacío. Sólo entonces sobreviene el dolor, la pesadilla.
La hoja atraviesa limpiamente su cráneo, brotando un poco por su mentón. Tiene la desgracia de comprender lo que ha sucedido. La pesadilla lo perseguirá por siempre.
Pero la señal ha sido enviada.

Y así, mientras Janthreya limpia la hoja de su arma, y vuelve a envainarla en su pantorrilla, un eco se oye en las pantallas del crucero de asalto de las fuerzas Vaid Shyberthor, allá en el sur, tan cerca que ni siquiera Janthreya había imaginado su posición.
Allí en la lejanía, un chillido agudo resonó como si las colinas hubiesen lanzados sus sierpes y las grandes Serpientes bufaran a los vivos. Una luz tenebrosa y metódica ascendió en línea recta, y luego, trazando una curva delicada, se enfiló hacia el pueblo, detrás de la colina que escondía el cementerio. Janthreya lanzó una exclamación al reconocer de qué se trataba.
Los misiles incendiarios eran inmisericordes y se dirigían a una velocidad pasmosa.
¿Eso iba a ser suficiente?
La gente del lugar iba a morir, lenta y dolorosamente. O al menos, eso sería, si ella no fuese una Iniciada, y si ella no conservase aún el vago recuerdo de ese sitio.
En una ocasión común y corriente, Janthreya habría dirigido su ataque en contra de la fuente de los proyectiles, mucho más deseosa de matar a los enemigos que salvar a los suyos.
Fue la presencia de Atshula en el lugar, su salvajismo que la conturbaba y el recuerdo, los que hicieron que sus piernas se lanzaran a una carrera demente en ascenso por la colina, superara el más alto de los árboles con un solo salto, y uno más, la elevara incluso mucho más.
Un giro raudo y violento, pero elegante en su letalidad. Su lanza, seccionada, adquirió una fuerza sobrecogedora. Las dos afiladas piezas aullaron también contra el cielo nocturno. Una se clavó íntegramente, mientras que la otra atravesó una parte del otro proyectil.
El resultado, sin embargo, fue el mismo.
“-Misiles incendiarios, qué fastuoso, infelices…” pensó Janthreya, mientras giraba su cuerpo en caída, evitando la excesiva luz que convirtió la noche en día y dejó una enorme llamarada como una mancha naranja en el cielo nocturno del pueblo. Algunas motas pequeñas de fuego cayeron a su alrededor, pero sólo una, mucho más grande que el resto, llegó hasta allí, donde las tumbas reposaban. La naturaleza de estas armas era bastante reconocida, en particular por su ferocidad. Ése era sólo un fragmento de su poder, pero de igual manera el cementerio, en un par de segundos, se convirtió en un mar de llamas.
Janthreya aterrizó en la copa del árbol. Entrecerró los ojos, enfocando con mayor claridad lo que estaba lejos, en la planicie. Allí estaba.
Ella no pudo más que sorprenderse y admirar, a fin de cuentas, la astucia del enemigo. Una de las Lagunas Verdes tembló de una forma masiva, y luego su pesado líquido fue desplazándose con lentitud. Una silueta enorme y agresiva brotó de las aguas. Un par de cañones, cual almenaras, apuntaron sin ceremonia hacia la misma posición que los misiles y comenzaron una salva brutal.
Los proyectiles de gran calibre primero impactaron contra los primeros resquicios de la colina, arrancando roca y árboles por igual. Janthreya dio un brinco ágil y girando sobre sí misma, descendió por el lado contrario de la colina. Escuchó alguno de los gritos de horror de los habitantes, mientras los primeros impactos destrozaban algunos hogares.
“-Entonces ésta era la tercera posibilidad… si no pudiesen encontrar el objeto, reducir todo a cenizas… ¿es eso o hay alguien ahí tan inestable como Atshula…?”
Mientras meditaba en la situación, soltó la segunda capa que tenía consigo, y reveló su apariencia real. Algunas placas de armadura rojiza se dejaron ver, cubriendo sus hombros, sus brazos y sus piernas. Aspiró un poco, y sostuvo un dije que pendía de su pecho. Miró hacia el poblado donde algunas personas corrían despavoridas por las calles.
Ella detestaba esos momentos. Su búsqueda de gloria debía ser precisa, ágil y quirúrgica, no un escenario de muerte una y otra vez. Eso había que dejarlo a la idiota de su compañera. Atshula se veía a si misma perfecta utilizando artillería o atravesando filas de enemigos a cuchillo y garra.
Y como para corroborar aquellos pensamientos, un poco del pastizal se agitó e instantes después saltó hecho pedazos junto con la tierra donde descansaba. Janthreya miró hacia la dirección del impacto, y pese a todo, sonrió.
Atshula replicó con una sonrisa similar. Soltó un juramento y corrió hacia el otro lado.
Janthreya la siguió a paso ligero. Así vio a su compañera atravesar el campo de fuego cual si no sintiese dolor. Lanzó un par de mandobles con sus manos, apartando sendos corredores de llamaradas con cada gesto, hasta que llegó a una posición privilegiada, casi en el centro de todo.
¿Hacía cuánto estaba Atshula en ese pueblo?
Ella llegó hasta el punto donde una tumba languidecía bajo las llamas. Apartó el fuego, y entonces, clavó sus garras tan profundo como pudo en la tierra, y con un grito feroz, arrancó la misma estructura de la tumba de la tierra que la rodeaba.
Pero eso, al menos, no era una de las típicas tumbas verticales en las que el cuerpo del fallecido reposa erguido, según las creencias Galvathor.
Un pequeño estuche, y otro mucho más grande.
Janthreya escuchó la risa siniestra de su amiga, y entonces ella también se acercó.
Alcanzó a ver el lanzamisiles mientras Atshula lo cargaba riendo todavía. Lo sostuvo en su hombro derecho, y apuntando sin demasiado cuidado, lanzó un proyectil hacia la nave que recién comenzaba a tomar altura.
La explosión fue terriblemente ruidosa, tanto que acalló por completo los gritos de los pobladores. La estructura de la nave Vaid cimbreó en el aire, y luego, como desmigajándose, perdió su altura. El impacto fue igual de violento. Una tempestad de sonido, entre metal entrechocado y pequeñas explosiones, que sincronizó con la última risilla de Atshula, con su capa ondeando al viento y su raído ropaje luciendo sus armas favoritas, un par de enormes cuchillas grises, melladas y casi sin filo, que ella usaba más como un arma contundente, pues, como siempre, iba a disfrutar rompiendo los huesos de sus víctimas, no sesgando sus vidas con precisión.
Janthreya sintió el olor de la muerte rondando el aire, incluso por sobre el aroma de la ceniza, y muy a su pesar, lo sintió embriagador. Después de todo, lo suyo era la ambición de un sitio incluso por encima del mismo Emperador, no una eternidad de combates sangrientos sin sentido.
Porque eso, no tenía sentido.
Atshula corrió hacia el primer frente, donde fue recibida por igual con una dotación de proyectiles explosivos de los Vaid. Un par lograron golpearla. Uno restalló y quebró la placa abdominal de su armadura. El otro atravesó su raída capa arrancando una mitad de ella.
Luego los guerreros tuvieron que hacer uso de sus espadas y lanzas. O al menos eso creyeron. Janthreya se acercó con un trote ligero, y con un gran salto, superó la altura del cadáver de la nave, cortando a su vez, el torso de un francotirador que acababa de brotar de los escombros humeantes. Desde esa posición privilegiada pudo observar, como si de un juego de marionetas se tratase, a Atshula, que giraba y giraba en torno a los desconcertados guerreros. Ciertamente Janthreya apreció el valor de los hombres aquellos, que trataban vanamente de defenderse, mientras la psicótica guerrera tomaba a uno del cuello y con una risa estentórea lo levantaba por los aires y atravesaba su armadura con sus garras, para luego desparramar sus intestinos por todo el sitio. Otro, mientras tanto, lanzó un mandoble hacia ella, la que dejó que la primera parte de la espada se clavara en su hombro, sólo para arrebatársela y luego golpear ella con una de sus cuchillas, no una ni dos, sino muchas veces, hasta reducir su cráneo a una masa informe que salpicaba sangre.
Ése era el poder de un Iniciado. Era mucha la fuerza que venía tras vender el alma.
Janthreya sopesó esa verdad, rozó su frente, en el punto donde el Sacerdote había introducido el Ala de Cuervo. Pensó en ello, y en el crimen que hubo de cometer para acceder a esa posición.
Para Atshula siempre había sido una burla más, el dolor de aquel instante de pesadilla. Para Janthreya era un momento de odio, como una imagen sangrienta congelada en el tiempo.
Atshula rebanó el rostro del último enemigo, pero no dejó que cayera al suelo. Sostuvo su cuerpo exánime y siguió golpeándolo hasta quebrar la caja torácica del infortunado. Sólo entonces permitió que el cuerpo maltrecho se desplomase libre.
Y siguió riendo, con una carcajada pérfida. La luna se levantó y Shyberthor pudo verse en el cielo.
Y entonces, un manojo de dolor atravesó toda su espalda. Un chorro enorme de sangre salpicó varios metros en el aire.
-Ya basta. –dijo Janthreya, sosteniendo su cuchillo en alto. Lo bajó lentamente, preparada para cortar la garganta de su compañera si ésta trataba de defenderse.
Pero, pese a todo, la patada que Atshula dirigió fue tan rápida que Janthreya tan sólo acertó a dirigir un pequeño corte en el tobillo. Eso habría detenido a cualquiera, pero a ella no.
Janthreya se tambaleó, pero no cayó. Sabía qué iba a pasar. Atshula era tan predecible como un mastín de las praderas del sur.
Y así, la noche transcurrió con lentitud, con la luna avanzando hasta convertirse en el sol enfermo. Y el cielo grisáceo de la mañana apareció sin más ceremonia, mientras Atshula lanzaba imprecaciones y vociferaba al aire, intentando dirigir un golpe a su rival, quien simplemente danzaba en su sitio, esquivando todo, como si quisiera burlarse de ella.

Entonces llegó el primer rayo de sol. Y con él, Janthreya sintió que ya era suficiente. Dio un salto pequeño hacia atrás, y aprovechando una abertura en la defensa de Atshula, dirigió una patada con todas sus fuerzas hacia su garganta.
Un rugido acallado brotó de la guerrera abatida, mientras sostenía su cuello casi quebrado y caía al suelo. Janthreya se acercó, y sin más ceremonia, arrebató del cinturón de su ocasional enemiga la placa que la noche anterior habían visto.
Allí quedó Atshula, mascullando con la boca ensangrentada. Janthreya no dio ninguna explicación. Tan sólo se alejó, con su siempre elegante y cadencioso paso.
Atravesó el campo de cenizas que un día había sido el cementerio de los pobladores del lugar. El viento sopló, a su llegada, llevándose lo más ligero de la ceniza.
Cuando hubo pasado, entremezclado con el rumor de las motas negruzcas en el aire, unido al gemir del viento, un coro de voces murmurando se oyó ante ella.
El anciano Araik fue el primero en verla llegar hacia una de las tumbas, sostener con delicadeza la placa y volver a colocarla en su sitio.
-¿Han muerto todos? –preguntó el viejo, sosteniendo sólo él una mirada firme ante la guerrera que los había salvado.
-Todos. Dejen la nave allí, que enviaré un contingente a vigilarla.
La gente se retiró con una reverencia temerosa. Janthreya, con los ojos entrecerrados, siguió su trayecto, hasta cuando estuvo casi al pie de la colina. Sólo entonces se detuvo, y sin mirar atrás, preguntó.
-¿Éste pueblo es Âkhra Khaein?
Un murmullo acallado se hizo patente. Un niño que estaba junto a ella asintió.
Janthreya suspiró, con los ojos cerrados, sintiendo el peso del crimen. El peso de su poder, de su destino. Su decisión, hacía años, fue irrevocable. En ése momento, nada había cambiado.
Tan sólo…
-Anciano Araik…
-Sí, señorita… dígame…
-Hágame un favor, y llévele unas flores a la tumba de una mujer llamada Kuranes. Dígale que su hija la extraña.

Y los pobladores de Âkhra Khaein tan sólo escucharon, después, el rumor delicado y frágil de su canto, hermoso como el día gris que comenzaba.
Por siempre recordarían a la guerrera de cabello violeta y su enorme tristeza.