miércoles, 20 de mayo de 2009

Mañanas de Sangre

Perdonen, todos los pocos que alguna vez hayan leído estos legajos ancestrales. Perdonen por la falta de atención. La ausencia de dedicación. O había olvidado nada ni a nadie, créanme, la vida me ha estado consumiendo, pero eso no pasará más.



Ahora, vayamos a lo bueno. Éste es un relato un tanto largo, pero tiene un poco de lo mejor de mí. Disfrútennlo y comenten, si pueden.

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Mañanas de sangre


Caterina miraba cada atardecer que pasaba con una tristeza extraña, cada vez sabiéndose más cerca de la realidad. Cada vez sintiendo más en su interior que aquello había visto cada mañana iba dejando de ser simplemente una pesadilla y se iba haciendo uno con aquella realidad carmesí que estaba todo en derredor.
Y la pesadilla no se detenía. Ya habían pasado las cinco noches, y aunque temblaba de miedo, tuvo que decirlo.
Su abuelo la esperaba como siempre, recamado en la poltrona de donde hacía años no se levantaba. Ella lo miró con timidez, esa mañana del octavo día, y las palabras salieron lenta y pesadamente de su boca.
-Ya ha llegado la quinta pesadilla…
La silueta de su abuelo, recortada contra la luz ruinosa no mostró ninguna reacción. Ninguna sorpresa. Él mismo se había encargado de advertirle demasiado a su nieta lo que pasaría cuando ya fuese mujer.
-Qué extraño… -dijo al fin, con voz cavernosa, que se oía venida del infinito.- tanto tiempo esperando que Él venga y ahora no estoy listo…
-¿Qué vamos a hacer?
-Ahora no harás nada más. Yo leeré de nuevo el libro que tus padres encontraron. Debo saber qué tengo que hacer ahora que ha llegado el día. Hoy tan sólo quiero que descanses. Quiero que vayas a caminar por los prados fuera. Disfruta hasta el último hálito de sol, siente la frescura y la belleza de cada instante. Vive feliz éste, que podría ser tu último día…


Algunas aves cantaban a lo lejos cuando Caterina se atrevió a salir hasta fuera de su ancestral casona. Respiró un poco del aire fría que nacía todavía, y se dijo a sí misma, como lo había hecho desde años atrás, que no valía la pena preocuparse.
Sus primeros recuerdos databan de cuando su abuelo iba enseñándole a leer. Ésos eran recuerdos preciados, incluso aunque lo que leía la llenaba de miedo. Fue por esos años que ese hombre comenzó a hablarle acerca de los problemas que ella enfrentó antes de nacer.
Nunca quiso expresarlo claramente, pero bien en claro había dejado que el padre de la niña no había sido un hombre bueno. En un principio Caterina imaginó lo que no escapaba a lo normal. Un hombre rabioso e intolerante golpeando y ultrajando a su esposa. Algo de todos los días, nada más.
Pero cuando hubo crecido un poco más, su abuelo la llevó al campo donde estaba la tumba de su madre. Un símbolo extraño se dibujaba en su lápida. La niña sintió un escalofrío. Algo parecido a ello había visto, como una cicatriz, brotando de su pecho.
De la tumba de su padre, su abuelo no habló. Tan sólo dijo que de ese sitio nadie debería saber.
Algo había de malo en cómo Caterina nació. Algo que su padre le hizo a su madre, algo que se arrastraba hasta la tumba de la pobre mujer, y hasta el cuerpo de la niña inocente.
Ese día fue la única vez en que Caterina vio derramar una lágrima a su abuelo, mientras el anciano veía la tumba de su hija, pensando todavía en los oscuros días que habían pasado y aquellos que vendrían.
Caterina limpió de su mente esos pensamientos, en tanto atravesaba el pequeño bosquecillo que separaba su casa de la de su mejor amigo.
La criada la vio llegar a lo lejos y se encargó de correr dentro para avisarle al joven Flavio que su amiga estaba de llegada.
-Nunca vienes a visitarme tan temprano querida, ¿a qué debo este honor?
-Es que mi abuelo me dio el día libre. ¿No quieres caminar un poco por ahí?
-Sí. No sabes cuánta falta me hace…
Flavio la miró por un momento, y aunque instintivamente, se dio perfecta cuenta de que la tristeza que había en los ojos de su pequeña amiga le era extraña, aunque siempre había algo de melancolía en ellos.
A través del bosque que se extendía alrededor se veían algunas de las casonas desgastadas. La techumbre en ellos era de un gris que se confundía con el cielo, haciendo de todo un paisaje de tristeza eternamente otoñal.
-¿Tu abuelo ha vuelto a tratarte mal?
-Cómo dices eso… Sólo… sólo una vez me golpeó, y fue por mi bien.
-No acabo de entender porqué ese viejo te golpearía de esa forma. Menos aún entiendo cómo es que tú piensas que es algo normal.
-No te lo podría decir, amigo mío. No puedo. Eres la única persona en el mundo a quien quiero y por eso…
-¿Por eso no te alejas de ese anciano? Me preocupas, Caterina. Quiero tanto ayudarte pero tú te empeñas en no alejarte de él.
-Tengo muchas heridas, Flavio, muchas en verdad.
-¡¿Qué?! ¿Ese anciano te las hizo?
-No estoy segura. Creo que sí.
-¡¿Ves lo que te digo?! ¡¡Debes salir de ahí!!
-Déjalo así. Algo me dice que él lo ha hecho para contenerme.
-¡¿Cómo…?!
-Shhh… quiero ver el ocaso en silencio…
-Pero…
Caterina no dijo nada más. Sólo dejó que la luz agonizante se fuese desmigajando de a poco, señalando una noche más, una vez más que la penumbra le señalaba que el fin de todo iba acercándose.
Un respingo extraño y un frío como venido del mismo infierno hicieron que Caterina saltase de su cama. La noche había sido lenta. Inexorablemente lenta. El último anochecer, con Flavio tratando de consolar sus lágrimas, parecía un recuerdo vago, de hace años o vidas incluso.
El amanecer no dejaba tampoco ese color de sangre derramada.
Y con éste, vino la señal definitiva.
Caterina tembló, en un principio, pero luego de un rato una risilla casi demente, de un alivio infinito, dominó su faz, entretanto temblaba por unos espasmos incontrolables, observando la enorme mancha de sangre que empapaba sus cobijas, rodeándola y cubriéndola.
Sabía bien qué hacer. Pero antes, cerró los ojos y dejó que al menos algo de luz llegara a ella, y que el sol también se encontrase con que la sangre ya había arribado.
Y rememoró, en su mente, lo poco que sabía de su propia vida.
Sus primeros años, cuando todavía hablaba con el resto de la gente. El poco tiempo que estuvo en la escuela, tratando de aprender algo del mundo en que jamás iba a vivir.
Tal vez durante un tiempo el resto de los niños la trataron como a una más. Ilusos. Su pueril ingenuidad no podría evitar que eso no fuese más que una mentira.
En un principio parecían prodigios, pero cuando ella pudo hablar en casi cualquier lengua, cuando leía el pensamiento de los otros, y en especial, cuando su imagen empezó a tornarse borrosa ante cualquier espejo, todos la tacharon de bruja. Y entre gritos y maldiciones estuvieron a punto de acabar con su vida.
Estaba esa noche, cuando ella regresó por vez última de la escuela, llorando quedamente y con el vestido desgarrado y los hombros y la espalda magullados por el manoseo de los otros niños. La noche en que su abuelo entró en ese frenesí extraño. La había visto y lanzado un aullido inhumano. Durante horas, hasta que el amanecer comenzó a amenazar con su llegada, él se perdió en la buhardilla de su casa. Sólo se lo oía trajinar. Su paso pesado resonaba como golpes poderosos sobre la madera. El ruido de las hojas de libros antiquísimos y prohibidos se oía feroz.
Y fue esa mañana larga, la primera mañana de sangre, que ese anciano casi destrozó la puerta de la habitación de la niña y se abalanzó sobre ella, y golpeándola contra una pared, marcó un símbolo extraño sobre su frente y dijo una salmodia que a ella le sonó como los goznes del infierno clamando por su alma.
¡Por dios, cuánto dolía! Incluso ya que todos esos años habían pasado Caterina seguía sintiendo cómo la ceniza en su frente la hería como un hierro al rojo vivo. Chilló, retorciéndose como nunca pensó que podía hacerlo, pero su abuelo no cedió. Siguió sosteniéndola con la misma fuerza. Y permaneció así, incluso cuando ella no contuvo más su dolor y comenzó a vomitar esa mansalva de sangre. Tanta salió que el cuarto entero quedó como imbuido de ella.
Caterina pudo ver un poco de la escena, con el rojo matiz de su sangre salpicando por todas partes, y su abuelo con lágrimas en los ojos, abrazándola en tanto ella iba perdiendo la conciencia y se lanzaba a la primera pesadilla.
Cinco veces había visto esa misma imagen entre sus sueños. Ella perdida en un páramo ignoto, con un único sendero que la conducía a una casa derruida de aspecto siniestro, desde donde llegaba un hedor a cadáver. Y un hombre saludándola siniestramente desde allí.
La imagen del desconocido era lo peor en ese entonces. Sus huesos eran tan afilados y su contextura tan raquítica que parecía que con su propio retorcimiento su osamenta salía de su piel. Y tan sólo vestía un par de harapos y una sucia bolsa ocultaba su faz.
Cinco veces había tenido esa pesadilla.
La primera vez, esa misma noche. Al despertar su abuelo la recibió preocupado, y le dijo que nunca podría volver a su escuela. Bastante tiempo después se enteró de que toda esa noche el sitio había ardido hasta quedar en cenizas. Ella no podría volver, no a menos que quisiese que la gente entera de ese pueblo maldito la quemara en una pira.
La segunda vez su abuelo la encerró en la buhardilla durante todo el día.
La tercera vez también lo hizo, pero en ese entonces dejó el altillo vacío, a excepción de un libro extraño que resaltaba por sobre el polvo de los años. Ella, curiosa, lo sostuvo entre sus manos por unos segundos, hasta que la visión de algunas de sus páginas la dejó inconsciente sobre el suelo. Cuando despertó, y ya la noche se aprestaba a llegar, vio con terror algo de sangre derramada por el sitio, y con horror comprobó que su virginidad le había sido arrebatada.
La cuarta vez su abuelo no repitió el ritual. Tan sólo dejó que saliese de su hogar y le dijo que cuando cayese la noche le explicaría porqué pasaba todo eso, y porqué ella era diferente.
Fue esa tarde que adentrándose por los bosques de su niñez sin manchas aún, encontró por vez primera la casa de Flavio.
Ella, triste y gris, aún herida por el cuarto sueño y lo mucho que había perdido en él, encontró en ese hombre el apoyo espiritual que tanta falta le hacía. Ella era una niña deprimida y andrajosa, que parecía haber visto hasta la última de las atrocidades del mundo, y él era un hombre joven todavía, que vivía un poco apartado de la gente para dedicarse a escribir novelas trágicas, según dictaba su corazón. Algo había pasado en su vida, hacía años, según pudo averiguar vagamente Caterina. Algo acerca de una esposa que murió demasiado pronto y una hija que se fue con ella. Mucho no cabía decir sobre esto, empero, pues una alegría que se sentía poderosamente lejana habitaba y salía desde lo más profundo cuando esta jovencita estaba junto a él.
Fue a causa de esto mismo que él se horrorizó de esa manera tan profunda cuando vio las cicatrices que ostentaba Caterina en el cuello.
Ella leía los manuscritos de aquel hombre, dando su visto bueno o malo según cómo le parecían las historias, mientras el la observaba con melancolía y odiaba al abuelo de aquella hermosa jovencita, viendo las cicatrices madurar y opacarse de a poco en esa piel pálida.

Y ella las leía, leía con más fruición incluso, pues esas páginas, con esa letra tan elegante y candorosa le hacían olvidar de a poco lo que había aprendido la misma noche en que conociera a Flavio.
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La noche del cuarto sueño, después de que hablase por vez primera con ese hombre del cual aún no sabía el nombre, regresó a casa, y fue al altillo, como su abuelo se lo había pedido.
Era una ambiente de una oscuridad impropia, mucho más profunda que la noche sin luna que se cernía sobre ellos.
La luz mortecina de una vela rojiza brillaba cerca al anciano, que de espaldas a Caterina, recitaba quedamente aquello que iba leyendo con devoción.
“-¿Abuelo?”
“-¿Ah?... ah, hija mía, allí estás de nuevo… mírate, tan flaca, tan espigada…”
“-Es que el día ha sido largo…”
“-Y la pesadilla mucho más, ¿no?
“-Ésa nunca acaba…”
“-Nunca va a terminar, hija. Naciste con ella. Tan sólo hay funestas pausas cuando ella nos engaña haciéndonos creer que aún eres una persona”
“-Pero… yo soy una persona… estoy viva y pienso...”
“-Incluso sientes. Pero eso no es nada. Sigues siendo un cascarón. El huevo infecto que tu padre dejó para que su legado no muriese…”
“-¿Mi padre?... ¿Qué me ha hecho…?
“-Tu padre ya no es nadie. Ni en el infierno ya existe. Su alma está en ese mundo que ves en tus pesadillas. Gimotea, llora sin fin, odiándote, odiando todo.”
“-¿Porqué me odia? Si yo nunca lo conocí…”
“-Te odia porque llegaste demasiado tarde. Porque tu madre supo aguantar antes de que él pusiese su maldita semilla. El ritual exigía que estuvieses en el interior de tu madre, aunque ella ya no estuviese con vida. ”
“-Mi madre… mi madre nació al darme a luz…”
“-Ojalá, y ojalá esa luz del amanecer fuese la de un mundo feliz.
Caterina, tu madre no murió al darte a luz. Estaba muerta mucho antes…”

Un relámpago asoló la casa, llenando todo de un estallido blanco. A su luz, Caterina intentó digerir esas últimas palabras. Rememoró un poco más de la escena en sus pesadillas. ¿Era acaso eso lo que se oía en ese silencio maldito? No sólo estaba la imagen de ese ser sin rostro, sino que se oía un lamento apagado.
Ese lamento tenía otro recuerdo aplacado. Algo que tal vez oyese, en el alma de su madre, que sufría después de muerta, primero bajo el ultraje, luego bajo el desgarre.

“-No me estás mintiendo… abuelito…”
“-Dios sabe bien que no puedo, por más que quisiera.”
Otro relámpago cayó. Y luego los truenos fueron sucediéndose de continuo, aunque no se oía el rumor de ninguna gota. El cielo daba una ceremonia adecuada. Habría luces perversas y la risa de los dioses sordos pero nada del dulce bálsamo de las lágrimas del cielo…

Sólo entonces el anciano giró el rostro y miró a Caterina. Ésta empalideció, afrontando la última pizca de horror que quedaba en ella. Aunque estando a contraluz poco podía verse de ese rostro, ella entrevió lo que estaba pasando.
“-Ven, hija, te enseñaré de qué estás hecha. Tal vez si sabes lo que eres no te resulte difícil acabar con tu vida.”
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El brebaje de icor sanguíneo debe prepararse, de preferencia, mientras la sustancia mantenga el calor del cuerpo del que provenía.
No hacerlo sería una ofensa al Antiguo.
Un solo vómito podría, también, convertirse en una ofensa. Muchos más, harán que el ojo que todo lo ve sonría ante Su Obra.
Si en la excreción está contenida la sangre ingerida, la luna no ha estado en posición, o el sacrificio era indigno.
Si la excreción es pura, tendrá un color que no existe en este plano material. Es con ella que debe hacerse la punción en la Madre.
Debe recordarse siempre que si la punción no genera descendencia, nunca más podrá repetirse. Es por eso que se usa en la sexta luna llena, cuando los demonios aúllan y las mujeres hacen un huevo que será vida en ellas.
El espíritu portador se llamará Aleph, en honor a su origen divino.
El Aleph contendrá el alma de quien hizo la punción en la madre.
El Aleph puede comunicar el alma del que hizo la punción de vuelta al mundo. No está en su naturaleza discernir entre las almas pérfidas y las puras, pues sólo un alma podrida sería capaz de hacerlo físico.
El Aleph está exento de cualquier esquema de existencia. No será un ser vivo, aunque lo simulará a la perfección. Parecerá estar viva. Pensar. Sentir incluso.
Es menester siempre recordar que el Aleph, al no ser un ser viviente, puede carecer de un vientre vivo para generarse.
Si el vientre estuviese vivo, el Aleph será vibrante y su espíritu difícil de quebrantar.
Si el vientre estuviese muerto, el Aleph será gris y pálido, y su espíritu tenderá a la tristeza y atraerá la tragedia consigo.
Sin embargo, mucho de la fuerza de alma perversa que lo trajo estará en ella. Si alguien osase derramar su sangre, la blasfemia estará en esa persona, y ya no más en el Aleph. Tú, Iniciado, habrás fallado, y el que haya herido al Aleph estará contigo hasta que el tiempo haya desaparecido.
Recuerda siempre, Iniciado, que al leer estas páginas, tu alma ya no pertenece a ningún dios. Que al morir será disuelta en un sufrimiento que el infierno contemplaría con terror.
Mantendrás tu conciencia siempre que logres recordar la faz que tuviese el Aleph cuando sea físico. Si no logras traerla al mundo, ni siquiera el dolor de la no existencia librará lo que quede de tu alma.
Cuando ella recuerde tu faz, tu alma estará a la vez en ambos mundos. Serás uno con el Aleph. Podrás, incluso, si te sonríe la luna, regresar al mundo vigil, y serás eterno, como la esencia divina que llevaste al mundo.
Recuerda siempre, que el Aleph se formará en una niña de ojos vacíos y de mirar frío. Que tristeza o alegría, será invencible el valor que rija lo que quede de su existencia vigil.

In Exodita Plenum Metatron. Aleph excelsi.
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La tormenta de esa noche, cuando la sexta pesadilla llegó, era muy similar a aquella seca e infernal ira de los cielos, de la noche en que Caterina supo la verdad.
Truenos salvajes desgajaban impiadosos la realidad circundante. Todo en derredor parecía estar estallando. Todo.
Y la luz blanca e iracunda de los rayos, por entre la ventana y el cuarto vacío, se convertía en un carmesí lúgubre, emponzoñando la morada donde una vez viviese el Aleph.
Caterina subió por última vez a la buhardilla de su casa. Estaban allí su abuelo y también ese cuchillo.
¿Eran eso suspiros del viejo?
Sí, en verdad lamentaba no poder librar a su nieta de la condenación con la que había nacido. Lamentaba no poder ser quien empuñase ese puñal y lo dirigiese contra el pálido y cicatrizado cuello. De haberlo hecho, de derramar su sangre, su condenación no tendría fin.

-¿Abuelo…?
-Ve en silencio, hija mía. Tienes mi amor incondicional, hasta el fin y más allá.
-No lo desperdicies. Después de todo, yo nunca existí…
Caterina tomó el cuchillo. No había duda. Así como los truenos, su vida acabaría en una explosión, esplendorosa y fúlgida…
Por su mano…


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Por entre el viento inclemente avanzaba Flavio esa misma noche, lámpara en mano, la capa enlutada todavía y los ojos prestos de una agitación terrible.
Y es que había decidido, esa tarde que observaba por vez última llorar a Caterina, llorar por quién sabe qué motivo secreto; que las heridas que ella ostentaba nunca más pertenecerían al anonimato.
Ya más de una vez había visto cómo el anciano con el que vivía su pequeña musa la observaba con una mirada extraña. NO lograba discernir qué había detrás de ella, pero su mente imaginó lo peor.
Imaginó la celeridad de un viejo espantoso, consumido por sus deseos, con una jovencita que podría saciarlos cuando él lo quisiera.
Y con esa imagen en su mente, no dudó en atravesar la lobreguez de los árboles, la quietud mística del lago y los aullidos horrorizados de los animales. Algo pasaba en la casa de esa niña. Algo malo, y él no iba a permitirlo nunca más.

La casa mucho tenía de lugar embrujado. No por nada hacía mucho ya que nadie la visitaba. La puerta desgastada dejaba un porche de madera podrida ante sí. Ningún farol pendía desde el mismo. Ninguna luz era capaz de llegar hasta allí. Mucho tenía de infernal esa oscuridad. Mucho de terror podía infligir en este pobre hombre.
Y por un segundo, él mismo estuvo a punto de dejar su cometido para luego, cuando en el cielo volviese a brillar el sol.
Pero al dar vuelta, ante él, el ulular del viento lanzó una letanía de horror inclemente. Venía desde la oscuridad más impenetrable, la que él acababa de dejar. Un quejido se extendió por el viento, yendo a estrellarse contra la nada.
Entonces, Flavio no pensó nada más. Cerrando los ojos y apretujando los dientes corrió, corrió como poseído, hacia la casona que aún ostentaba ese maldito aire lóbrego.
La puerta cedió al primer empujón. Sólo una vez dentro, el pobre hombre reparó en el error que estaba cometiendo. Entrar de esa forma, al ancestral hogar de la muchacha a la que él amaba, a expensas de que ese anciano bastardo luego se vengase con ella…

Y pensaba en esto, aún, cuando el viento se calmó al menos un poco, y él cayó en cuenta que el lamento no estaba con los árboles ni con el curso de aire.
Escuchaba un quejido apagado, arrastrarse, vibrar en las paredes y taladrar su cráneo.
Ahora, más intrigado que atemorizado, prestó oídos. Fue, poco a poco, identificando la fuente delos gemidos. Se deslizaban todavía entre las paredes, en el momento en que la intriga del hombre se convirtió por fin, en feroz coraje.
Y es que, esos no eran otros que los quejidos de dolor de Caterina. Lamentos que él detendría por fin.
Las escaleras rechinaban espantosamente, haciendo un coro con el gemido que iba aumentando su intensidad, enfureciendo más al pobre hombre.
Cuando la puerta del Altillo estuvo ante sí, dudó, empero, pues en ella había inscrito un símbolo extraño, que le causó pavor a pesar de su desconocimiento.
Una estrella de ocho puntas, con cada espiga torcida como si alguna perversidad jugase con ella.
Hubo un gemido más. Esta vez era más claro: era del viejo. Ya no había tiempo para dudas.
La puerta cedió al primer golpe, dejando ver la visión de pesadilla que escondía detrás suyo.
Flavio tan sólo oyó los latidos de su corazón acelerarse yo golpear su pecho, mientras Caterina hacía silencio de a poco.
La chica, recamada ante una figura enjuta que le daba la espalda, estaba semidesnuda. De su mano colgaba como inerte, un puñal demasiado grande, demasiado infecto. Algo de un líquido rojizo pastoso se escurría en él.
Y un poco de esa misma sustancia estaba también, en todo el cuerpo de la chica, manando de heridas infringidas a diestra y siniestra. En el suelo se escurría el rojo efluvio. Por el aire se diseminaba el olor a blasfemia que estaba creando.
-¿Qué… qué estás haciendo…? ¡¡ ¿Anciano infeliz, qué está haciéndole a esta niña?!!
“¿-Quién es ése, Caterina?”
La voz de la figura envuelta en sombras, que no podía ser otra que la del abuelo de Caterina, replicaba con una voz cavernosa, que resonaba como venida desde muy lejos.
-Oh, es tan sólo un triste hombre, que quería a esta chiquilla. ¿No quieres verlo? Se ve tan tonto… está mirándome, creyendo que sigo viva…
“-No te detengas. Debes seguir. Señor…”
Flavio tan sólo volteó un poco el rostro. Estaba demasiado consternado como para contestar.
“-Por favor, desaparezca de este sitio. No queremos extraños aquí. Váyase y olvide lo que ha visto… lo digo por su propia seguridad.”
Al unísono, Caterina sonrió torvamente y sin más, clavó de nuevo el puñal en la mano ue tenía libre.
Sólo entonces reaccionó Flavio.
-¡¿Que me vaya?! ¡¡Usted ha de querer que lo deje libre para que siga abusando de esta pobre niña a su gusto!! ¡¡Mírela, por dios!!... ¡¡No sé qué le habrá hecho pero está lamentable… si sigue así morirá por sus heridas!!..¡¡Ella no se merece esto, anciano depravado!!... ¡¡Yo voy a…
Mientras hablaba, Flavio había evitado la mirada de Caterina, que posaba sus ojos con firmeza enfermiza sobre él. Fue por eso que no vio cuando la chiquilla se abalanzó sobre él.
¿Cómo explicar lo que pasó? La muchacha era un guiñapo. Apenas si podría sostenerse sobre sus piernas, pero en ese momento una fuerza incontenible la animaba. Lanzó el cuerpo de Flavio al suelo, dejando todo en oscuridad. Reía salvajemente, escupiendo sangre sobre su horrorizada víctima.
-¡¿Qué mierda crees que ha pasado aquí, estúpido?! ¿Supones que yo sigo ciega? Ahora por fin puedo ver. Esta niña me quitó la venda, al fin. Ya no queda nada de ella.
Flavio se revolvía pero no podía levantarse ni librarse de la chica. Inexplicablemente era demasiado pesada. Pesaba como lo habría hecho un hombre adulto. Como un perverso hombre lleno de pecados.
-¡Ha estado intentando privarme de este cuerpo, pero por muchas heridas que me haga, no puede acabar conmigo! ¡¡Ya es demasiado tarde!! ¡Ella por fin ha servido para algo!... Por fin demostró que valía la pena que existiese.
-¡No estás en tus cabales!... ¡Caterina! ¡Reacciona…! ¡¡Reaccionaaa!!
-¿No lo comprendes, no? ¿No puedes ver la verdad? Entonces esos ojos no te sirven de nada…
La mano derecha de Caterina temblaba, presa de la herida abierta, pero eso no impidió que se levantara en ristre y bajara cual puñal, clavándose en el ojo de Flavio.
El estallido sanguíneo opacó lo poco que quedaba de la luz de la vela. Flavio lanzó un grito aplacado en tanto Caterina vibraba llena de un placer perverso, el mismo que siguiendo el impulso de su alma ya corrompida miró con sensualidad al hombre mutilado, y besó sus ceñidos labios, llenando todo de sangre, salpicando casi, en tanto se contorneaba, saboreando la integridad, la bondad subyacente en ese cuerpo joven y recio.
Por su parte, Flavio había dejado escapar el último rastro de cordura que le quedaba. Se agitaba demente, como si fuese él el poseso, tratando de librarse, de acabar con toda esa pesadilla, de…
¿Y eso?
Su mano se había topado con algo frío, húmedo todavía.
El puñal había quedado a un lado. ¿Era ésa la única respuesta?
Flavio era un hombre creyente. Tal como píamente había encomendado a su dios las almas de su hija y su esposa, lo hizo con la de Caterina.
Y la hoja del arma penetró tanto que a poco estuvo de apuñalarse a sí mismo al atravesarla.
Caterina, que seguía con los labios pegados a él, lanzó un grito ensordecedor, largo como un lamento en el infierno, y por unos momentos, unas lágrimas rojas se unieron al coro de sangre que ya recorría cada milímetro de ella.
Poco a poco fue desplomándose, llevándose consigo lo que tenía de fuerza el hombre que yacía debajo, que también cayó sin que su conciencia pudiese soportar más.
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Fue el gorjeo de unas aves el que despertó a Flavio. Abrió quedamente el ojo que le quedaba y miró un poco en derredor. Pasaron varios minutos hasta que recobrase la suficiente fuerza como para ponerse de pie. A medida que lo hacía vio una figura retorcida junto a él. La piel se había tornado de un pálido enfermizo, surcado vagamente por el curso de las venas que todavía quedaban bajo ella.
Flavio, temeroso, caminó un poco, tratando de encontrar su rostro.
Los labios estaban contraídos, y ya resecos, simulaban una escultura perfecta, muy a pesar de que estuviesen salpicados hasta lo inimaginable por la sangre que ya terminaba de secarse. Flavio quiso derramar las lágrimas que correspondían. Hacer caso a su corazón roto pero no tenía ya fuerzas siquiera.
¿Y el viejo?
Ese maldito iba a pagar por lo que hizo. Sólo él podía haber imbuido esa locura en esa niña inocente. Flavio lo buscó con la mirada, hasta que se posó en la misma figura oscura que la noche anterior se recortaba con la luz de la vela.
Corrió, o al menos lo intentó, hacia ésta. Blandió un puño enfurecido y tomando a la figura por el hombro, le dio vuelta.
Fue así que la cordura de Flavio llegó hasta el límite donde podía permanecer indemne. Él tuvo que huir, lanzando roncos remedos de gritos de terror.
Y no se detuvo. No se detuvo hasta que regresó a su hogar, al otro lado del lago, más allá de los árboles.

Fue al día siguiente, luego de una horrenda visión en sueños, que habló con el condestable del pueblo. Flavio era un hombre digno y respetado. Fue por eso que la autoridad se lamentó al escuchar sobre las atrocidades que había visto en esa casa llena de brujas.
Y cuando la tarde caía, los hombres que fueron hasta allá regresaron, pálidos como un espectro, y titubeando al hablar.
Ninguno de ellos dudó que estuvieran haciendo lo correcto. Menos aún después de ver los cadáveres, el de Caterina ensangrentado y apuñalado hasta el cansancio, y el del anciano, cuyo rostro desollado parecía llevar ya varios días descomponiéndose.
La casa ardió con laxitud, llevándose la maldición que vivía tan cerca de donde ellos pasaban sus vidas tranquilas y en paz. Nadie se prestó a fijarse en lo que había pasado.
Nadie osó dudar de las palabras de Flavio. Quedó en el recuerdo nefasto de todos, cuando la noticia hubo llegado al pueblo; la historia de ese anciano degenerado, que había empujado a esa niña a actos abominables y finalmente a acabar con su vida, mientras él se suicidaba de una manera indescriptiblemente espantosa.
Sólo años después, Flavio reparó un poco en el espejismo de sus memorias, recordando algo del aspecto del libro que el anciano tenía en sus manos. Y aunque lo había visto sólo un segundo, podía discernir el fragmento sobre el cual estaba el cadavérico dedo.
Sin embargo, mucho de la fuerza de alma perversa que lo trajo estará en ella. Si alguien osase derramar su sangre, la blasfemia estará en esa persona, y ya no más en el Aleph. Tú, Iniciado, habrás fallado, y el que haya herido al Aleph estará contigo hasta que el tiempo haya desaparecido.
Tuvo que recordarlo, forzosamente, cuando las pesadillas comenzaron a poblar sus sueños, rompiendo las hebras de entereza que todavía poseía.
Y cuando su conciencia se hubo roto y unas pocas personas tuvieron que encerrarlo para que no muriese pronunciando blasfemias incoherentes y aplastándose en sus propias excrecencias, lo único que quedó de él fue un pequeño poema, escrito ese atardecer que la casa de Caterina ardió.
En ese poema, tímidamente hablaba de la última vez que vio el rostro de Caterina, aunque estuviese muerta. Hablaba de la sonrisa llena de paz que tenía cuando su vida ya había terminado.