martes, 2 de diciembre de 2008

La Jaula de Cristal


Al unísono que el sol dejaba las nubes flagrantes y el matiz rojizo del cielo se trocaba por negra oscuridad, en el último instante de luz, Irene contempló por primera vez la casa en la colina. Y por un segundo todo, tal vez por influjo del clima, con las nubes frías opacando lo último que quedaba del sol, o por un pensamiento disociado, en el interior de su mente; por un instante, todo se convirtió en un momento absoluto, el gris del mundo se congeló en un eterno compás danzante, y algo demasiado hipnótico hizo que la visión de esa casucha simple, acodada en lo más alejado de esa colina pedregosa, se convirtiese en un objeto atractivo en demasía.
Tanto fue así, que durante los siguientes días sólo contemplaba hacia más allá de los árboles muertos, en el estrecho camino que solía hacer desde su casa a su escuela y de regreso. Sabía bien que no podía decírselo a nadie porque sus padres y cualquier persona sensata que viviera en el pueblo, le había advertido, cuando menos alguna vez, que jamás, por ningún motivo, saliera hacia más allá de los árboles.
Y hasta el día anterior ella no había sentido tampoco ninguna curiosidad por algo así. ¿Qué eran, al fin y al cabo, sino simples despojos de corteza? Recortados contra el cielo que solía ser blanquecino algunos días adquirían un tono ciertamente tétrico, pero jamás habían sido algo llamativo. Fue más bien obra de la casualidad que el atardecer anterior ella tropezara en un recodo y al caer se desorientara tanto que sin saberlo, terminó rodeada por los troncos. Creyó, cuando se propuso regresar, que estaba desandando el camino, pero en su confusión no supo que realmente estaba saliendo, no regresando.
Recién cayó en cuenta de su error cuando por primera vez en su vida vio un horizonte que no parecía terminar nunca. Qué diferente resultaba la visión de la línea grisácea del infinito, a la del eterno ramaje confuso y retorcido que servía de morada al lugar donde ella y esas cuantas personas más vivían.
Y durante días no fue capaz de alejar sus pensamientos de esa sencilla visión, ni mucho menos de la única colina que se erguía solitaria, campeando el viento frígido que soplaba allá fuera, ni de la casa que se levantaba, tímida, en su pináculo.
Al final terminó por contárselo a alguien. Él, Ramiro, su único amigo de verdad, desde que ambos eran niños pequeños, él al menos podría escucharla sin delatarla.
Craso error. Él no sólo no comprendió sus palabras, sino que, escandalizado, corrió hacia los superiores, y les relató en sucias y concisas palabras, lo que su amiga le dijo.
No hubo castigo físico, lo cual era raro, pero las reprimendas, no sólo de estos hombres, sino luego de parte de sus padres, hicieron que Irene mirara desde entonces con desconfianza a todo aquel que la rodeaba. Sus progenitores pasaron de ser los ancianos hombres que siempre la habían cuidado, a sólo ser un par de viejos tullidos, sin más beneficio.
No volvió a dirigirle la palabra a ningún superior. Algunas veces se ganó un rebencazo en la boca por su atrevimiento, pero su estoicismo la había provisto de suficiente fuerza como para aguantar cualquier golpe, así como la suficiente también como para mirar desde entonces con un rencor creciente al chico que no supo guardar su confianza.
Y a medida que los días pasaban, los meses morían y la brecha entre ambos crecía, ella se hacía más y más solitaria, y cada vez con más frecuencia volteaba su mirada hacia la muralla de árboles. La brecha dejó de ser sólo un escollo de figuras entrecruzadas. De pronto, una noche, mientras la vigilaban, volvió a sentirse sola, como ese atardecer, cuando había logrado escapar. Entonces comprendió que ese anhelo ya no podría evitarlo más.
Su mente, carente de toda corrupción, no se ocupó más del rencor que albergaba hacia su otrora amigo. Un frío cálculo de circunstancias hizo que todo lo que estaba a su alrededor fueran solamente factores.
El sueño tardío de los superiores, los padres de Ramiro, que no permitían que el chico saliese apenas el sol se ocultaba, y sus propios padres…
El último día, ella observó el sol en toda su trayectoria. Desde el gris galpón donde ellos aprendían las pueriles lecciones de vida, donde aprendían que no existía nada más allá de la negra arboleda. La Maestra predicaba y predicaba. Sus palabras, aunque sutiles, maldecían a todo aquel extranjero que alguna vez hubiese osado mirar a través de los árboles, y habría visto su tierra oculta.
Irene apenas si la oía. Su observación habíase convertido en un romance secreto, entre ella y el sol, un romance que sólo llegaría a su culmine cuando él muriera y la señal estuviese dada.
Una cena frugal, casi en silencio. Sus padres la observaron con compasión. En su interior, ellos no dejaron de llorar desde el día en que ella se perdió, sí… porque para ellos no había regresado.
Cuando el sol murió, una risita fue lo único que se escuchó en el cuarto pequeño de la chica. Con un dramatismo inusitado, su cuerpo se resquebrajó y el sueño la capturó. Tan verídico, tan certero, que cuando su madre la vio descansando ella y su padre también decidieron descansar.
Y si bien, en efecto Irene sí dormía, su sueño no era más que una despedida, un epílogo, a una existencia que ella había terminado por detestar.
Su felicidad era tal, al despertar, que en verdad le costó más de lo que había planeado el salir en silencio. Su nerviosismo la hacía estremecerse con cada paso.
Ella atravesó el pequeño campo con cautela pero velozmente, siendo rodeada por aquello que ella consideraba su señal para su huída, el frío del amanecer, el respirar de la tierra cuando el sol ha terminado de morir y aún está a punto de renacer.
La muralla de árboles negros se ofreció ante ella, y entonces algo la detuvo.
Una mano crispada, y un susurro.
Ramiro lo había previsto. En un par de frases trató de desmoralizarla, pero ella ni siquiera lo escuchaba. Se agitaba con violencia. Él la abrazaba lo más fuerte que podía, pero ella, en su desesperación aulló, casi, contuvo un grito, y comenzó a patalear, golpeando a su antiguo amigo. Tanta fue esa ira, que él retrocedió con miedo, mientras ella ni siquiera lo miraba y se internaba en la oscuridad del ramaje.
Cuando el día por fin nació, Ramiro contemplaba aún esas ramas. Por un influjo de la luz a esas horas, el gris casi blanco se deslizaba allí, como una niebla que iluminaba con fragilidad su visión. A través de las ramas negras, casi engañado, creyó haber visto un resplandor vago. Trataba de observarlo con mayor de talle, cuando escuchó los primeros gritos de los padres de Irene.
Irene.
Fue entonces que Ramiro perdió el miedo que sintió cuando su amiga le relató que existía algo más. Ella volvió a ser importante. Forzó sus pensamientos, tratando de tenerla en su mente lo más posible. Pensó con tanta fuerza como se lo permitía su ansiedad y el terror; en el momento que volvería llevándola de la mano, y el pueblo lo aclamaría como a un héroe, y ella sería divinizada porque habría conseguido regresar de la nada.
Fue una suerte que el sentimiento tuviese suficiente fuerza como para no desaparecer mientras él terminaba de recorrer, magullado, los últimos tramos, y el horizonte comenzaba a dibujarse por vez primera ante sus ojos.
La colina estaba allí. La colina siempre ha estado allí.

Ramiro se sintió una pequeña mota de polvo lanzada al viento. Antes de que lograra reorientarse, sus pensamientos desaparecieron y él, acostumbrado a tener siempre un cobijo eterno, dudó, y desesperado, corrió hacia el primer objeto físico que pudo encontrar. Allá estaba la susodicha casa. La colina negra la elevaba, como ostentándola.
Los pies ardían, ardían como un infierno, al caminar sin que el pasto negruzco los abrazara. La roca era algo nuevo, y más aún esta roca casi rojiza, tan áspera y doliente.

A medida que se acercaba, la casona comenzaba a adquirir algo así como una forma real. A cada paso más y más de sus formas podían ser percibidas sin necesidad de atravesar el hálito grisáceo con la vista forzada.
Una pared tenía dibujada una figura que no terminaba de comprender, pero que de pronto lo estremeció. Los sentidos, en estas situaciones, parecen despertar del letargo al que se ven sometidos tras la rutina y la repetición eterna. Recién después de un momento, Ramiro comprendió lo que estaba dibujado.
Pero su temor siguió siendo tan grande que no quiso dirigir la mirada más, y tratando de ignorar la silueta de la mujer pálida que lo observaba con una sonrisa vacía, con un dejo increíblemente sardónico. Había también unas letras escritas allí, pero él no las contempló.
La puerta estaba allí ya, después de todo, y estaba apenas abierta. El viento la mecía haciendo rechinar los goznes que debieron existir desde siempre.
Ramiro aguardó un poco más, y quiso dudar. En ese momento, en verdad lo que mas quería era olvidar para siempre a Irene, sólo lanzarse corriendo hacia su pueblo una vez más, y no volver a ver nada que estuviese más allá de la arboleda negra.
Pero él nada sabía del hechizo que esperaba a todo aquel que observara dentro de la Jaula de Cristal. El encantamiento iba lejos, donde la voluntad no podía combatirlo.
Y así el terror hiciera que sus tripas se vaciasen, así no dejara de llorar y lamentarse, él entró.


Y siguió llorando, aullando casi, cuando regresó al pueblo. La gente lo recibió primero con reticencia, la que se convirtió en lástima, y luego en asco, cuando en los días siguientes él no dejó de mezclar sus lágrimas con ese esputo sanguinolento que brotaba de sus labios, y convertido en una tos perenne, expulsaba todo en derredor.
Sus padres tuvieron que encerrarlo en su habitación, dejando que allí sus gritos y su llanto lo consumiesen solo.
Pasaron días. Los padres de Ramiro creyeron que enloquecerían escuchando los delirios de su hijo, el que no lograba articular palabra alguna y del cual sólo se podía percibir ese hedor que día con día se hacía más potente y más putrefacto.
Cuando por fin se calló, ellos sintieron que habían salido de un infierno en vida. Fue entonces que tomaron la decisión de observar qué había sucedido con su hijo.
La puerta retembló un poco. De la misma forma que allá, en la negra colina, estaba entreabierto, ese portal.
Antes de morir, Ramiro había recordado la imagen de esa mujer. Su memoria le trajo ante sí las palabras que decía.

“…Y de la Jaula de Cristal jamás saldrás… y la colina negra no estará sola nunca más…”

Sus padres lo vieron susurrando esas palabras, mientras los últimos y casi descompuestos restos de su ser terminaban de unirse a la pared de madera gris. Sólo un poco de su rostro quedaba, espantosamente deformado por la mutación, mirándolos cual si brotara de la madera.
Y la semilla se plantó en ellos también, desde entonces, tal cual había sido con Ramiro, que contempló esa imagen repetida, una y mil veces, en lo alto de la colina negra, donde la Primera Jaula de Cristal albergaba los recuerdos de tanta gente.



Y en esos recuerdos pensó Irene, muchas noches, hasta que por fin pudo olvidarlos. Las estrellas la abrazaban con cada exhalar de su cuerpo, y ella terminó por sanar.
El camino se extendía demasiado, después de todo, en ese horizonte donde aún no volvía a ver otra colina, ni otra Jaula donde el recuerdo de dolores y temores pasados la entristeciera de nuevo.