Él había asesinado en primer lugar a sus
padres. Luego vinieron sus cuatro hermanos. Dos pequeños niños de menos de diez
años, una hermana mayor, y su réplica, un gemelo. Tal vez él haya sido el
origen de todo.
Después de tanto tiempo, tantas páginas
pasadas con dedos ateridos, trenes abandonados, barcos remontados, tantas lunas
enfermas y soles burlones, él llegó a las tierras donde se suponía vivían sus
únicos parientes sobrevivientes. Una pareja de ancianos vieja como el tiempo,
con quienes ya ni siquiera era seguro que compartiera algún vínculo sanguíneo.
Hacía un par de años, un forastero, entre
copas, resguardado por la oscuridad, se enteró de lo que él había hecho. Por un
instante cayeron todos los litros de sangre y de muerte, y sintió algo parecido
al arrepentimiento. Éste cedió paso al paroxismo y a un ataque símil al
epiléptico, y es que el anónimo compañero tuvo la ocurrencia de preguntar el
porqué. Pero no había ningún vínculo consanguíneo con
ese extraño, así que quedó como una mera pregunta. La respuesta nunca iba a
alcanzarlo, por lo visto, y no tendría la compensación de saber que quien lo
había injuriado con ella estaba muerto.
Así pues, pensó, como era inevitable, en
ese hombre extraño y preguntón, cuando sus ojos se habituaron a la luz
excesiva. La pared blanquísima reflejaba el sol inclemente. Parecía infinita de
tan grande, y el fulgor convertía su inmensidad en un dolor implícito. Como si
estar allí fuera un castigo por sí mismo.
Luego traspuso una puerta de dimensión
acorde a tales paredes. Fue recibido por el olor del rocío. La humedad y unos
pájaros cantores aplacaron el sonido y el tacto del roce de sus dientes. Trató
de concentrarse en la empuñadura del cuchillo largo que derramó toda sangre
similar a la suya, intentando obviar la reflexión genealógica. ¿Quiénes eran
ellos? ¿Sus bisabuelos? ¿Los primos de sus abuelos? ¿De quién de los dos poseía
genes? El jardín se prolongó conforme a la relatividad de sus pensamientos, y
éstos salpicaron su mente, llenando de una roja y dubitativa ira, su locura y
su odio por todo lo que fuera él, al menos en parte. Pero la pregunta del
forastero no regresó. Tal vez ya fuese demasiado tarde.
El jardín terminó, sin embargo. Un porche
delicado sobre una loma daba acceso a una casa tan blanca como la pared
infinita. Todo estaba abierto. Todo tenía un aliento como de espera. Halló un
recibidor con un perchero. Un saco pulcro y parduzco en él. Varios paraguas
todos negros. Una alfombra caqui, larga y ribeteada de dorado. Unas escaleras
con balaustras de madera. Los escalones eran anchos, altos, extensos, y él,
mientras extraía el cuchillo largo pasándolo de mano en mano, tuvo tiempo de
imaginar que en realidad estaban pensados para gigantes. También esa sensación lo acompañó cuando se
aproximó al pasillo en que desembocaba la escalera. Una araña de cristal, con
las luces apagadas, pendía de un techo que bien podría ser de nubes, de tan
alto. Acertó a preguntarse qué tipo de luz proporcionaría una estructura así,
si no sería la de las estrellas mismas. Avanzó dudoso, y llegó hasta la puerta.
Las estrellas lo habían guiado, de ser correcto su pensamiento sobre esa araña.
Una puerta negra con cristales opalescentes saludó a su agitación contenida, y
cedió ante la menor presión dada por sus dedos.
No hubo ningún chirrido. Algo de la misma
luz que se reflejaba en la pared externa, acá lo iluminaba todo. Unos muebles
desgastados ondeaban sombras geométricas. El piso era de machimbre, silencioso
como un sepulcro. Sobre éste, enmarcado por la luz y la sombra, un lecho se
elevaba blanco, túrgido y aislado de la cruel inmensidad de fuera. Dos efigies pacíficas reposaban cubiertas por
una manta gris tenue.
No costó mucho discernir que estaban
muertos. Probablemente no hacía mucho.
Él se sentó en el borde de la cama, y
contempló los rostros arrugados y sonrientes. Ella apoyaba su cabeza en el
pecho de su pareja, mientras las cabelleras tenues de ambos hacían una
derramada aureola blanca. Después, desvió la mirada, jugando todavía con el
cuchillo. La desvió hacia las paredes que no decían nada acerca de su misión,
ni de su odio. La enfocó hacia la ventana, y llegó a ver algo del jardín que
había dejado atrás hace mucho. Fue lo único que pudo ver. El resto era tan
remoto e incognoscible como la pregunta que un día un forastero le había
dirigido.
Y aún está allí, preguntándoselo todo. Yo
lo veo, mientras presiono estas teclas y termino por arrepentirme de su
existencia. Pero ya es tarde. No creo que nunca le permita ser más que dolor y
odio. Jamás le proporcionaré la respuesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario