En el primer momento en que mis pies tocaron el suelo esta
mañana, no comprendí todavía cuán lejos había quedado el mundo como lo
recordaba. No es solamente el levitar de mi cabello, mis pasos ligeros, o la
visión grisácea oscura que tengo de todo.
Hoy desperté, abandonando un espacio anónimo y oscuro, sin
sueños, y el mundo estaba sumergido.
No es ninguna metáfora. El aire había desaparecido. Algunos
objetos en mi habitación, las migas del plato de anoche, los restos secos de
pintura en el potecito de témpera, levitaban por ahí, burlonamente.
Claro, la resistencia del líquido, pensé.
La puerta de mi habitación también, se abrió con lentitud
pasmosa. Todo oscilaba un poco ante mis ojos. Allí fuera estaban las plantas de
mi madre, con las hojas también, plenas de algazara, subiendo y ondeando,
sintiendo el viento plácido de la humedad.
Descendí las escaleras durante demasiado tiempo, sólo para
toparme con la misma imagen de soledad que ha enfermado nuestra casa desde hace
días. La luz hizo un juego caleidoscópico, a través de las ventanas, y
entonces, recordé que no es más “nuestra”. Tan sólo estoy yo. Por supuesto, esa
es la soledad que veo a través de la lentitud.
La ventana, todavía no me le acerqué. ¿Qué haría si
compruebo que nada más quedó en el mundo? Tal vez sólo me espere una imagen
gris, adonde no pueda llegar la luz por completo, una imagen ondulante y opaca,
y nadie en ella.
Luego la toco. Abrirla rompe los cristales, y uno roza mi
mano. La sangre es como un papel desdoblado, siendo arrastrado por el viento. Sólo que no hay viento. O si lo hay, es como
un lengüetazo, lánguido, doliente. El mundo, afuera, es gris, pero no hay
oscuridad. La luz llega desde arriba, y se derrama, juguetona y vivaz,
entrechocando como restos de metales preciosos, haciendo llamear cada objeto
del mundo exterior. La autopista que está más allá de mi hogar, y las fábricas
abandonadas que alguien comenzó a destruir hace unos días, son ruinas de mito,
y un río fulgurante.
Cedo a la tentación de acercarme, y comprobar que algo de
magia sucedió a estos días de espantosa espera en la incertidumbre, después de
la muerte de mamá.
El agua ofrece suficiente resistencia, de modo que mis pies
ni siquiera sienten la caída. Veinte metros más abajo, el pasto que ralea y los
pocos restos de basura adquieren algo hermoso en la parsimonia de su
movimiento. Ahora la realidad es capaz de esperarme, de entender el tiempo que
tomará pensar en qué rumbo seguir, especialmente ahora que no existen otras
personas en el mundo, que no volveré a pronunciar palabras, que al fin y al
cabo, ni entendería y apenas escucharía.
No estoy hecho para este mundo, no es ninguna novedad. Tan
sólo por fin se abrió la posibilidad, ahora que todo es lento, que todo es
vacío y bello, ahora puedo sopesar mi existencia durante eones y hallar el
punto en que el cónclave del universo acepte que existo.
Tan sólo me quedará desafiar a la noche de este mundo bajo
las aguas. No hay problema en ello. Será como morir. Tan sólo el eco de los
espacios desiertos. El sonido podría reemplazar a la luz, creando un tipo
distinto de sentir. Mis pasos carecerán de guía, y cuando vuelva la luz, todo
será intrínsecamente nuevo.
Y es cierto, la noche está acercándose. La luz que cae desde
el cielo comienza a ralear. Nadie se acercó, mientras remontaba la autopista ya
carente de autos, nadie rompió el mutismo. Cierro los ojos y pienso, y sueño.
Y entonces un aullido horrible lo rompe todo. La oscuridad
está avanzando, y el agua comienza a enfriarse. No es el frío de la brisa, del
mundo de donde vine. Es el helado estertor que uno espera de un mundo líquido y
oscuro. No deja de chillar. ¿Quién supuso que el frío gritaría?
Ahora es noche perpetua. El frío lo consumió todo, y la
pesadez del tiempo no es más una bendición. Mis movimientos son todavía lentos,
y lo único que puedo sentir del todo son mis lágrimas ardientes en el frío, que
cortan mis mejillas y escapan.
Tal vez así sintió mi madre, cuando le tocó morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario