domingo, 30 de diciembre de 2012

¿Por qué dios es tan estúpido?






Él había asesinado en primer lugar a sus padres. Luego vinieron sus cuatro hermanos. Dos pequeños niños de menos de diez años, una hermana mayor, y su réplica, un gemelo. Tal vez él haya sido el origen de todo.
Después de tanto tiempo, tantas páginas pasadas con dedos ateridos, trenes abandonados, barcos remontados, tantas lunas enfermas y soles burlones, él llegó a las tierras donde se suponía vivían sus únicos parientes sobrevivientes. Una pareja de ancianos vieja como el tiempo, con quienes ya ni siquiera era seguro que compartiera algún vínculo sanguíneo.
Hacía un par de años, un forastero, entre copas, resguardado por la oscuridad, se enteró de lo que él había hecho. Por un instante cayeron todos los litros de sangre y de muerte, y sintió algo parecido al arrepentimiento. Éste cedió paso al paroxismo y a un ataque símil al epiléptico, y es que el anónimo compañero tuvo la ocurrencia de preguntar el porqué.   Pero no había ningún vínculo consanguíneo con ese extraño, así que quedó como una mera pregunta. La respuesta nunca iba a alcanzarlo, por lo visto, y no tendría la compensación de saber que quien lo había injuriado con ella estaba muerto.
Así pues, pensó, como era inevitable, en ese hombre extraño y preguntón, cuando sus ojos se habituaron a la luz excesiva. La pared blanquísima reflejaba el sol inclemente. Parecía infinita de tan grande, y el fulgor convertía su inmensidad en un dolor implícito. Como si estar allí fuera un castigo por sí mismo.
Luego traspuso una puerta de dimensión acorde a tales paredes. Fue recibido por el olor del rocío. La humedad y unos pájaros cantores aplacaron el sonido y el tacto del roce de sus dientes. Trató de concentrarse en la empuñadura del cuchillo largo que derramó toda sangre similar a la suya, intentando obviar la reflexión genealógica. ¿Quiénes eran ellos? ¿Sus bisabuelos? ¿Los primos de sus abuelos? ¿De quién de los dos poseía genes? El jardín se prolongó conforme a la relatividad de sus pensamientos, y éstos salpicaron su mente, llenando de una roja y dubitativa ira, su locura y su odio por todo lo que fuera él, al menos en parte. Pero la pregunta del forastero no regresó. Tal vez ya fuese demasiado tarde.
El jardín terminó, sin embargo. Un porche delicado sobre una loma daba acceso a una casa tan blanca como la pared infinita. Todo estaba abierto. Todo tenía un aliento como de espera. Halló un recibidor con un perchero. Un saco pulcro y parduzco en él. Varios paraguas todos negros. Una alfombra caqui, larga y ribeteada de dorado. Unas escaleras con balaustras de madera. Los escalones eran anchos, altos, extensos, y él, mientras extraía el cuchillo largo pasándolo de mano en mano, tuvo tiempo de imaginar que en realidad estaban pensados para gigantes.  También esa sensación lo acompañó cuando se aproximó al pasillo en que desembocaba la escalera. Una araña de cristal, con las luces apagadas, pendía de un techo que bien podría ser de nubes, de tan alto. Acertó a preguntarse qué tipo de luz proporcionaría una estructura así, si no sería la de las estrellas mismas. Avanzó dudoso, y llegó hasta la puerta. Las estrellas lo habían guiado, de ser correcto su pensamiento sobre esa araña. Una puerta negra con cristales opalescentes saludó a su agitación contenida, y cedió ante la menor presión dada por sus dedos.
No hubo ningún chirrido. Algo de la misma luz que se reflejaba en la pared externa, acá lo iluminaba todo. Unos muebles desgastados ondeaban sombras geométricas. El piso era de machimbre, silencioso como un sepulcro. Sobre éste, enmarcado por la luz y la sombra, un lecho se elevaba blanco, túrgido y aislado de la cruel inmensidad de fuera.  Dos efigies pacíficas reposaban cubiertas por una manta gris tenue.
No costó mucho discernir que estaban muertos. Probablemente no hacía mucho.
Él se sentó en el borde de la cama, y contempló los rostros arrugados y sonrientes. Ella apoyaba su cabeza en el pecho de su pareja, mientras las cabelleras tenues de ambos hacían una derramada aureola blanca. Después, desvió la mirada, jugando todavía con el cuchillo. La desvió hacia las paredes que no decían nada acerca de su misión, ni de su odio. La enfocó hacia la ventana, y llegó a ver algo del jardín que había dejado atrás hace mucho. Fue lo único que pudo ver. El resto era tan remoto e incognoscible como la pregunta que un día un forastero le había dirigido.
Y aún está allí, preguntándoselo todo. Yo lo veo, mientras presiono estas teclas y termino por arrepentirme de su existencia. Pero ya es tarde. No creo que nunca le permita ser más que dolor y odio. Jamás le proporcionaré la respuesta.