martes, 8 de junio de 2010

Amanecer, ceniza y sangre







He esperado por casi cinco días a que termine la lluvia de ceniza. Cinco días de hambre. Cinco días de impaciencia. Fue una definitiva suerte para mi cordura que haya encontrado este edificio derruido. Desde acá puedo ver a los engendros, cómo pasean por el mar de ceniza blanquecina, como un sueño macabro. Los veo, dubitar, gruñir un poco y luego por fin ceder al sueño en el páramo blanco en que se ha convertido todo.
Pero eso forma parte de un sueño, para mí también, como aquel del que desperté hace un tiempo, cuando por fin decidí abandonar mi santuario.
Estoy buscando algo, no recuerdo qué, pero no puedo dejar de buscarlo.
Hará un par de días, cuando estaba acá, que escuché un rugido, uno característico, elevándose por sobre la melopea enfermiza de los despojos que mueren balbuceando allá abajo. Alguna vez escuché un eco de ello, en mi vida pasada. Más aún, cuando mi familia aún estaba en el mundo de los vivos, escuchamos un rumor sobre esto, sobre ésta cosa.
Pero incluso ahora, como entonces, parecía la fábula de un loco, incluso en un mundo que había perdido todo sentido hacía mucho.
Era casi imposible imaginar que aquella criatura hubiese sido un humano en algún momento.
Recuerdo que yo estaba en algo así como un cuarto piso y su espalda encorvada se acercaba arrimándose a la ventana desde donde temerosamente lo contemplaba.
Luego vino el sonido. La quebrazón de los huesos de los engendros es algo que generalmente festejaría, pero eso si viene antecedido de un tiro de mi fusil o un corte de mi bayoneta, pero esto era diferente.
Creo que por un momento sentí algo de lástima por los cuerpos muertos que el gigante comenzó a devorar. Eso iba más allá de la profanación que habían sufrido antes de transformarse. Y para peor la bestia, cebada ya, excavaba entre la ceniza buscando más y más.
El anochecer llegó con ese sonido perenne, repetitivo. Un deglutir salvaje y brutal, un hueso quebrado, algo de tejido corroído. Alguno llegó a quejarse todavía un poco. Alguno estaba vivo aún.
Pero… ¿acaso la ceniza no tenía efecto en este monstruo? No eran sólo los engendros quienes sucumbían, por lo general.



Eso había comenzado mucho antes, durante los años de la guerra. Antes de las epidemias, algunas nubes de un color oscuro, sucias y mórbidamente tenebrosas, inundaban el cielo, como una amenaza de un castigo venido de lo lejano.
Y luego llegó la ceniza, la lluvia blanca, la portadora de peste.
La gente enloqueció durante un tiempo, especialmente los creyentes religiosos. Era casi una competencia para ver quién sacaba más conclusiones apocalípticas de aquello.
Lo malo fue que ninguna se aproximase a lo que iba a ser el verdadero horror.
Los corpúsculos iban cayendo lenta, cadenciosamente por entonces. Nada del otro mundo, nada que conllevase algún peligro en especial. A menos que uno se quedase contemplándolos. Gente normal que nunca había tenido que temerle a nada en sus vidas quedaba embelesada sintiendo cómo el influjo de ceniza caía a su alrededor, hasta que caía exánime y su cerebro sencillamente dejaba de operar.
Cuando la gente sucumbió al escándalo, las primeras nubes ya iban retrocediendo. A dónde fueron, nadie podría decirlo. Simplemente dejaron esa blanca cortina sobre las ciudades, y como toda decoración, mares de cuerpos sin vida, encerrados en un momento de fantasía del cual no volverían jamás.
El terror siguió durante un tiempo. Cada nube que aparecía era motivo para que la gente escapase. Y era momento de risas llenas de paroxismo cuando lo que caía del cielo era tan sólo agua.
Pero, el cielo siempre siguió teniendo ese toque, esa apariencia de verdugo callado e infinito.

Y luego vinieron las epidemias. La gente nadó en mares de sangre y casi todo murió, o sucumbió. El mismo mundo quedó hecho un despojo lamentable. Y el dulce réquiem de la humanidad fue cantado por la misma ceniza. Tal vez haya sido ésa la única razón por la que algunos pudimos sobrevivir.
Y es que los engendros no eran inmunes al efecto de la lluvia blanca. Es más, ellos no entendían el peligro que había tras ella. Vagaban y vagaban sin sentido, todavía buscando alguna víctima, mientras sus cerebros, o lo que quedase de ello era carcomido con lentitud. Y así quedaban, nuevos campos llenos de cadáveres. Nuevos campos de muerte, donde se alimentarían los demás engendros, aquellos que no vieron el blanco velo del sueño.

Pero entonces, ¿Qué era el asunto de esta bestia? La ceniza simplemente caía sobre él, llenándolo un poco, cubriéndolo como una capa suave y certera, y él sin reaccionar, sencillamente continuaba su labor. Creo que lo anómalo de la situación hacía más por crisparme los nervios que todo lo demás. Después de que la noche hubo caído, incluso después que la ceniza terminó de caer, seguía él ahí. Ya no había mucha más comida y él se esforzaba en desmigajar lo que quedaría de los últimos. Entonces fue que aproveché el débil fulgor de la luna. Después de todo, seguía siendo un humano, ¿no es así?
No iba a contener mi curiosidad.
Para empezar, algo de su constitución sí delataba que un día había sido un humano. Sí, y eso era lo más morboso. Podía verse aún la forma de sus vértebras, aunque habían adquirido un tamaño espantoso. La piel, magullada, tenía una apariencia quebradiza, no como si fuese coriácea, sino más bien cual si hubiese sufrido roturas en parte importantes. Pensé por un momento que eso sería lo más natural en una criatura tan antinatural. Sin embargo, ahí terminaba lo que de reminiscencias humanas tuviera. Las partes socavadas de la piel mostraban una profundidad espantosa, en unos surcos de un tinte estremecedor. Se los veía purulentos y pútridos, pero firmes pese a todo. Y de ellos, horriblemente, brotaba algo, rígido, opaco, pero indudablemente resistente.
La cornamenta, a su vez, era sucedida por capas de extraño carácter, que parecía quitinoso, y siendo más aberrante aún, entre ellas se veían unas perforaciones extrañas, perfectamente circulares y de una profundidad que con sólo observarlas se encogían los nervios.
Todo esto, su deformidad y su tamaño, y además, el hecho de que era inmune a lo que ya para mí era una ley natural, hacían que lo viese con ojos distintos. Maldito monstruo. No pude ni dormir del terror ni tampoco osar moverme un paso, con la fascinación de su visión y su respirar pesado, durante el tiempo que esa criatura estaba inconsciente, durmiendo sobre los cadáveres semi devorados.

Y la ceniza siguió cayendo. Fue también por eso que no cedí al sueño.
Ya cabeceaba un poco, cuando las últimas hebras de la sustancia blanquecina caían corcoveantes y parsimoniosas, como deseando hacer un escenario onírico. Podían verse a través de un fulgor lejano, casi inmaterial que atravesaba la ventana desde donde miraba y se deslizaba hasta hacerse ver, con si con timidez llegase, éste amanecer irreal en un mundo destruido.
Irreal, irreal e ilógico. Extraño e imposible también, quizá…

Eso último no fue parte del fulgor del amanecer.
¿Acaso entré en un estado de sopor sin darme cuenta?
Un resplandor rosado, casi purpúreo apareció en la nada blanca, impulsado en su brillantez por la primera luz del día. Era algo físico, yo lo sé. Era algo vivo, allá a lo lejos.
Y desapareció casi al instante, bordeando una esquina de las ruinas. No pude contemplarlo siquiera por un segundo más.
Y me levanté con violencia, casi lanzando un grito.
Es increíble el punto al que llega la mente cuando el paroxismo la empuja a hacer cosas irrealizables. Impensables además, como el dar un paso al frente, luego otro más, y luego sencillamente saltar, sin una esperanza de llegar a nada, sin una esperanza de saber qué encontraría.
El golpe fue sordo, lento y totalmente mudo, con el espesor de la capa de ceniza, la que amortiguó todo efecto de mi salto. Mi respirar sí era pesado, pero mi corazón, disparado a más no poder, era lo que más me preocupaba. Sí, miré hacia un lado y allí estaba: una montaña de carne deforme, rígida y convulsa en un sueño que sólo las mentes más perversas podrían imaginar. Debajo manchas gigantescas de sangre destruían la inmaculada escena manchándola de obscenidad.
Caía todavía un poco de esos corpúsculos, alrededor. Yo no tenía miedo.
Y esa criatura podría estar sólo durmiendo. No el sueño de la ceniza, sino un sueño que terminaría. En cualquier momento.
Yo no tenía miedo.

Y la ceniza pareció tan sólo nieve, en los primeros momentos, cuando mis pasos la zarandeaban un poco por acá y allá, sacudiéndola, dotándola de la vida que yo también sentía correr por mis venas, como un recuerdo que a sabiendas es una mentira.
Por ello no escuché su respirar cuando todo aún no comenzaba.
Y esa calle se convirtió en un paisaje hecho de magia. Ya no había más muerte, no más perversión, ni despojo.

Entonces fue que estalló. No era sólo un simple ventanal, sino era más como el reflejo de la realidad, que al quebrarse me golpeaba de nuevo con su enferma y cruel certeza.
Sólo luego de recuperarme del barrido que había tenido que realizar pude mirar a la criatura. Su brazo alargado, bestial, deforme, gorgoteando una sustancia rojiza, ese miembro infecto, había errado.
Pero no iba a repetirse. Esa criatura quería mi carne trémula y mi sangre fresca. Supongo que yo tendría un gusto diferente al no ser un engendro más. El segundo golpe fue mucho más certero y esta vez sí logró hacer un impacto. Fue la milagrosa presencia de la ceniza en ese páramo lo que amortiguó al menos un poco el golpe.
Así, el dolor que sentí tan sólo fue infernal, corrosivo, pero no mortal. Lo suficiente como para darme cuenta de que mis piernas no estaban rotas y que podía caer con ellas.
Y más aún, preparar, amartillar, apuntar…
Un tiro certero, justo en el centro de esa afiebrada y repulsiva cabeza. Los ojos desprovistos de todo rastro de una pupila se contorsionaron de dolor y un manantial sangriento brotó de su nexo.
Un retortijón de la bestia me produjo escalofríos. Su agitación casi me enloqueció de asco.
Pero no iba a ser suficiente como para menoscabar mi sentido de justicia. Nada de humanidad quedaba en esa mirada vacía y hambrienta y en ese cráneo febrilmente deforme. Sus mandíbulas batientes, las cuatro actuales, me negaban toda posibilidad de compasión.
Y fue allí que apunté la segunda vez.
Y el tiro sí impactó. La herida, agrandada, se convirtió en un manantial, que en el segundo siguiente también me cubrió por completo. Mi fusil era un arma certera, un arma contundente y devastadora. ¿Por qué no iba a ser también extremadamente dolorosa cuando no fuese mortal?
La agonía de la bestia se había convertido en ira. La ira en paroxismo. Y todo, todo estaba destinado a destruirme.
Un salto hacia delante, puro instinto, logró salvar mi vida, aunque exponiéndola incluso más.
Claro, la contextura encorvada del monstruo permitía perfectamente que alguien que aún era humano se cobijara en sus infectas entrañas.
Pero desde esa posición estaba a merced de sus garras, de sus colmillos y cualesquiera horrores que pudiera prepararme. En los segundos que siguieron agradecí al dios ciego quela gente adoraba hace tanto. Sí, agradecía la oscuridad de esa estructura, ya que me protegía de la visión de la perversión en que se habrían convertido las entrañas de la criatura.
Agradecí también su limitado intelecto, que la redujo a husmear el rededor, iracunda. Tiempo suficiente para recargar.
Pero sabía bien que una bala no sería suficiente. De ser así el primer tiro lo habría liquidado. No, necesitaba algo más… quirúrgico.
Mi bayoneta relució como deseando el momento siguiente. Y no le negué el placer. Un tiro brutal, un corte casi artístico. Y un hedor visceral.
Y manchado, así como estaba, tuve que abrirme paso, a razón de otro disparo que quebrase la contorsionada pierna que me cercaba.
Varios pasos me alejaron lo suficiente como para contemplar.
Pero no para escapar, realmente.
La mañana era incorpórea, irreal, pero dolorosa igual. Más con las garras atenazándome y levantándome en alto. Por un instante estuve a punto de soltar mi fusil, del dolor. Sentí mis costillas crujir un poco, y un ligero hilillo de sangre brotar de mis labios cerrados con fuerza para contenerme de gritar.
El lomo de la criatura era lo que asemejaba la retorcida caja torácica de lo que un día había sido humano. Una parte de ello resoplaba, como un aliento que brotase desde lo más interno de ello. Desde mi posición sólo eso podía ver. Sólo eso y un instante que casi me produjo una carcajada de horror, sobrepasando incluso el dolor del aprisionamiento.
Siguiendo con la vista la estructura que debería ser una espalda uno veía de todo. Escoriaciones, cicatrices, hendiduras, protuberancias y un limo blancuzco entremezclado con otros rojizos. Sólo al final, cuando lo que parecía la columna comenzaba a retorcerse, uno notaba algo más extraño. Y es que de una espalda, brotaba un torso. Sí, así como lo escribo.
La columna se erguía un poco y metamorfoseaba su forma, torcida y perversa, haciendo lo que debería ser un vientre famélico. Sobre éste una verdadera caja torácica, no esta aberración, respiraba con fuerza. Y de ella pendían muñones de los que colgaban huesos desollados, sin un motivo en claro. Y el cuello, el cuello de aquella criatura…
No, no debía pensar en lo que estaba allí. Me bastaba con saber que podría ser un sitio vulnerable. Entrecerré mis dientes, haciéndolos restallar, y a la par, mi fusil volvió a su posición, y un tiro certero chilló en el amanecer que por fin llegaba.
Le reguero de sangre que siguió fue simplemente dantesco. No entiendo cuánta podría contener un cuerpo como este, pero evidentemente era mucha. Pronto estuve casi inundado en una verdadera lluvia de sangre.
Pronto la ceniza se hizo un colchón de roja vastedad, donde mi cuerpo exánime cayó rendido. Apenas si podía sentir mis huesos. No podía saber cuán herido estaba, y no podía levantarme para comprobarlo. Pero eso no era lo peor.
La lluvia. La lluvia.
Y el infierno.
Yo siempre recordaba a mi ángel. Aquellas noches en que ellos roían las paredes de mi refugio.
Cuando lograron herirme. Cuando estuve muriendo, la primera vez.
Nunca la olvidé. Nunca podría…
Pero el infierno no lo perdonaba. Tan sólo existía eso, que caía del cielo y que me recordaba que no había esperanza. Sin importar lo vivo que estuviese, tan sólo era una brizna en un mundo envuelto en llamas rojas de destrucción.
La luz llegaba. Era un nuevo sol, el que venía siempre detrás de la nube que nos dejaba la ceniza. Y la sangre siguió. Sólo entonces mi cabeza giró un poco, imperceptiblemente. Mis ojos siguieron una pequeña trayectoria, y vi algo más allá.
Y ese fulgor de nuevo. ¿El mundo tenía un pequeño resplandor violeta?
Un despertar. Un llamado. Después de todo, podía moverme. Lo suficiente como para levantarme dolorida y lentamente. Mis pasos resbalaron y se deslizaron entre la sustancia en la que convertía la sangre a la ceniza. El escenario era de sueño eterno; también de devastación.
Cayeron unas últimas gotas. El brillo volvió a ocultarse en el recodo de antes.
El sueño en medio de la ceniza. El monstruo destruido.

El amanecer por fin cesó.
El brillo de la mañana me abrazó cuando volteé aquella calle. Sostenía mi cuerpo en mi fusil, pero éste cayó a un lado, exánime, en vista de que yo no iba a hacerlo pese a todo.
Y es que en la alucinación del momento, entre el sueño de la ceniza, entre la lluvia de sangre, entre el pánico y el terror de la vida que tenía, había lugar para una visión demente.
De rosada envergadura, de brillante elegancia.
Y como la nube de ceniza se levantó un día, una nube también agitó el viento y se lanzó hacia el infinito. Aquella fue gris. Ésta resplandecía violácea y lanzaba un corcoveo aullante.
El canto de los flamencos.
Había algo vivo en este mundo aún.
Y volaba, libre, hacia donde señalaba la luz.